La capitalidad de la nación fue un asunto fundamental para el régimen de Franco. La duración sostenida del frente de Madrid desde los últimos días del año 1936 hasta el final de la guerra había provocado considerables daños materiales, especialmente en la zona oeste de la capital —Ciudad Universitaria, barrio de Moncloa, Gran Vía— cuya reparación se convirtió en asunto de máxima urgencia. En cualquier caso, la reconstrucción de la ciudad no era prioritaria por razones puramente materiales. En los afanes del régimen, Madrid era un símbolo,
«capital digna de la nueva España Una, Grande y Libre, de la España imperial forjada por el Generalísimo, por el Ejército, por las Milicias y por la retaguardia a fuerza de acero, a fuerza de sangre y de sacrificios»1.
Madrid era la alegoría construida —destruida, en este caso— de los estragos causados por el bando perdedor y a la vez, símbolo del nuevo poder centralizado, representativo y unificador de las ideas imperiales del régimen. El objetivo de los primeros años de la posguerra era, de forma un tanto utópica la reconstrucción, no solo física sino sobre todo espiritual, de la capital. Este esfuerzo, pese a sus evidentes dificultades, acabó conformando buena parte de la fisonomía actual de la ciudad.
Lo cierto es que a mediados de la década de 1940, una vez conseguida cierta estabilidad, era inevitable que los planteamientos herméticos del gobierno empezaran a suavizarse. La 2ª Guerra Mundial había terminado con los aliados naturales de Franco y esto planteaba al régimen la necesidad de establecer relaciones con los países vencedores. La política autárquica con la que España se blindó en los primeros años de la posguerra no se podía prolongar eternamente y se planteó la posibilidad de organizar un evento que supusiera una manera inmejorable de invitar a los vecinos a casa para, por una parte, retomar relaciones diplomáticas y, por otra, demostrar la buena marcha de la recuperación del país.
Con estas premisas, en 1946 empezó a cobrar forma la idea de organizar una nueva Exposición Universal en Madrid. La prensa de la época se hizo eco de este proyecto, que llegó a tener incluso localización aprobada en la Casa de Campo. Carlos Buïgas i Sans3 escribe dos artículos en La Vanguardia acerca de ello en el mes de agosto. En el segundo se permite, incluso fantasear sobre el aspecto formal del evento:
«En aquella plaza rectangular, tres fachadas limitarán otros tantos lados. Queda el cuarto; por este se ingresa. Y aquí se elevará la construcción excepcional —característica y un poco insólita— de todo gran certamen. Lo que fue Torre Eiffel en París y esfera con «trillone» en Nueva York, aquí será un globo terrestre que aparente flotar bajo la comba inmensa de muy sutil arco: la Vía Láctea.
De noche, en aquel anillo rutilarán los signos zodiacales, y el mismo globo fulgirá sobre la fosforescente nebulosa, bajo la Vía Láctea del arco sutil, que esplendará con sus innúmeros luceros.
Un arco así, en duraluminio, fino y esbelto, con 240 metros entre sus estribos se proyectó para la bellísima y «non-nata» Exposición Universal de Roma. Pero aquí se aureolaría con un simbolismo que allí no tenía. La ráfaga de estrellas —guía para navegantes— extendida sobre el mundo de sus proezas»3.
Buïgas hace referencia aquí a la Exposición Universal que debería haber tenido lugar en Roma en el año 1942, celebrando el vigésimo aniversario del régimen fascista y que se suspendió por la entrada de Italia en la Segunda Guerra Mundial. Más en concreto, al arco monumental ideado por Adalberto Libera como símbolo de la misma. De aquella exposición quedó el proyecto de urbanización del EUR y alguno de los edificios —el más conocido de ellos, el Palacio de la Civilización de Giovanni Guerrini, Ernesto Lapadula y Mario Romano— que aparecería, años después, en un artículo de ABC, firmado por Julián Cortés Cavanillas, a cuenta de la celebración de la Exposición Internacional de la Agricultura en Roma 1953.
Merece la pena, en todo caso, analizar brevemente la prosa utilizada. Al lenguaje críptico tan propio de los arquitectos podemos sumar el verbo cada vez más enrevesado que se convirtió en habitual en el periodismo español inmediatamente posterior a la finalización de la Guerra Civil. Así, encontramos esos términos barrocos y un tanto presuntuosos —‘fulgir’, ‘aureolar’, ‘rutilar’— que no debían de ser particularmente fáciles de digerir para el lector habitual del periódico.
El interés de Madrid por celebrar un evento de este tipo venía, en cualquier caso, de mucho antes. En diciembre de 1910 aparecía en ABC un artículo glosando la medalla de Oro en el concurso para la Exposición Universal de Madrid de 1913 —exposición que tampoco se llegó a celebrar—, concedida al proyecto presentado por Modesto López Otero y José Yarnoz Larrosa, por aquel entonces dos jóvenes arquitectos recién graduados4.
En general y tras los primeros años de posguerra, la repercusión de la arquitectura española en el extranjero era escasa, en parte por falta de medios a la hora de ‘exportarla’ y quizá, en parte, por falta de interés en los propios arquitectos españoles. Seguramente, desde el extranjero se veía a España como un país aislado, anclado en el tiempo y sin mucho interés para las vanguardias. Y dentro, a nivel de la población general -y sin duda de parte de la crítica-, existía un cierto sentimiento de exaltación de lo propio y desconfianza en lo que venía del extranjero, así que estas oportunidades de medirse con arquitecturas de otros países resultaban poco atractivas.
De la Expo de 1954 nunca más se supo. Es probable que las circunstancias económicas y la falta de apoyo internacional acabaran por enterrar el proyecto. Quizá se detectó, con evidente sensatez, que los recursos que se habrían de destinar al acontecimiento podían derivarse a causas más urgentes. Lo cierto es que aquel proyecto despertó en cierto modo el interés del país por un evento en el que medirse con sus vecinos. A falta de invitación oficial para participar en el recién nacido Festival de Eurovisión, España decidió enviar a un equipo de jóvenes arquitectos a construir un pabellón en la exposición que se celebraría en Bruselas en 1958.
De cómo ese pabellón, firmado por José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún, se convirtió en la presentación oficial de España en la modernidad arquitectónica europea se ha escrito mucho. De que Madrid nunca abandonó el anhelo por organizar un evento global que sacudiera cierto complejo de inferioridad se ha escrito aún más. El actual estado ruinoso del edificio de Bruselas puede verse, en el fondo, como una dolorosa metáfora del estado de las aspiraciones universalistas de este
“poblachón manchego”.
Alberto Ruiz. Arquitecto, docente e investigador.
Madrid. Abril 2017.
Notas:
1. Discurso del alcalde Alberto Alcocer del 30 de marzo de 1939, recogido en BOX, Zira. «El cuerpo de la nación. Arquitectura, urbanismo y capitalidad en el primer franquismo».
2. Carles Buïgas i Sans, arquitecto e ingeniero es conocido, principalmente, por el diseño de la fuente de Montjuich para la Exposición Universal de Barcelona en 1929.
3. Buïgas i Sans, Carlos. “Fragmentos de un proyecto”. La Vanguardia, 30 de agosto de 1946.
4. ABC “La Exposición Universal de Madrid de 1913”. 4 de diciembre de 1910