Habitar la incertidumbre es permanecer expectante -nunca atrapado – (por un espacio de tiempo) en el umbral de dos instantes: el del espacio del pensamiento, y el de la duda, la misma que subyace a la espera de nuestras decisiones.
Aquello que por asomo aparece es la declaración de existencia de ese espacio que habita entre el pensamiento y la duda; es la voz interior que se pronuncia -a veces- como bostezo y otras como exigencia. Por ello, cuando tomamos el lápiz estamos a punto de vencer la desidia del hacer, y para la incertidumbre una posible amenaza por agotarse.
El trazo, cuando aparece ya es un viejo inquilino en el espesor del carboncillo, habitando los rincones del intenso trazo, su espacio mide la distancia entre los muros delineados. Luego de su fulgurante aparición se sienta a descasar en ese regazo de la duda, la observa, habla con ella, luego se desdice de su decisión, vuelve a levantarse.
La duda, al viajar por la mente va componiendo una urdimbre invisible de surcos, canales y caminos sinuosos muy tenues, dejando por doquier meandros y campos arados. Cuando vuelve la mano para declararnos geógrafos del trazo, colonos acuciosos y experimentados exploradores de nuestra cartografía.
Por ello habitar en el zaguán de la incertidumbre nos da la posibilidad de dudar entre salir del pensamiento o desvirtuar la duda. Es por ello que seguimos dibujando a mano, para habitar fuera de nosotros, para hablarle a la arquitectura de lo que pensamos y también para contarle quienes éramos ante la duda, incluso antes de tomar el lápiz, incluso antes de tomarlo otra vez, incluso…