Me impacta una frase de Norman Lewis (1908-2003), muy conocido como “escritor de viajes” en el mundo anglosajón, citado por Jacinto Antón en Babelia de El País de Madrid:
“en el mundo…irónicamente, todo lo valioso ha sido protegido por la pobreza…”
La frase me hace reflexionar no tanto sobre el valor de la pobreza, porque no me entusiasma el mito del “buen salvaje”, sino sobre la importancia de la escasez. No “todo”, pero sí “mucho de lo valioso” en arquitectura ha sido protegido por la escasez.
Hace ya años, atraído por la arquitectura de Mario Botta, en un viaje con mi esposa durante el año Palladiano de 1980 a Venecia y alrededores se me ocurrió visitarlo en Lugano, luego de pasar por un par de sus casas en el camino viniendo desde Italia. Conversamos en un café de varias cosas conectadas con mis inquietudes de entonces, siempre ansiosas respecto a la relación entre nuestro mundo y “el otro”. Y me quedó de toda la escena sólo el momento en que dijo con bastante énfasis “es necesario construir”. Porque de lo demás casi no recuerdo nada, aparte de la claridad de las aguas del lago, la corrección suiza y tal vez la calidad del café. Porque “hay que construir” es divisa común a todo arquitecto. Y tenía sentido como resistencia decirlo en tiempos de la posmoderna arquitectura de papel.
Y Mario Botta construyó mucho. Unos años después vino a Caracas. Y en una corta entrevista lo confronté con mis reservas ante sus trabajos recientes y particularmente con el Banco del Gottardo, obra que me parecía ajena a la contención de su obra temprana, menos interesante, más superficial. Dijo que cuando hizo el Banco se comportó como un niño ante demasiadas golosinas.
Y a eso voy a partir de la frase, a que la escasez preserva cosas valiosas, y el exceso de recursos las hace perder. Exceso de medios a la disposición, y sobre todo exceso de ambición por parte de los promotores.
Ambición.
Ambición de que el edificio seduzca. Virtudes que se atribuyen a repetir lo que ha obtenido atención. Se pasa por alto el valor de la contención, de la medida y lo llamativo se convierte en un valor superior.
Siempre se le ha exigido al arquitecto alguna notoriedad, pero nunca como ahora ella ha estado unida a la resonancia en el mundo mediático. Mucha de la arquitectura joven quiere seguir esa senda, sin percatarse de que en esa búsqueda se dejan de lado cosas importantes. Parafraseando a Lewis, se abandona lo más valioso.
Y además los valores de la arquitectura no radican en los instrumentos sino en la obtención de un resultado. El resultado justifica al instrumento y no al revés. Si exprimir los recursos informáticos se convierte en asunto primordial, se repite un viejísimo error. Uno oye tanta tontería sobre las superficies alabeadas, las torceduras y las difíciles geometrías como una “expansión” del mundo estético en la arquitectura, igual como oyó sobre el fin del libro, del caballete o de la melodía: pura ideología. Se convirtió la normalización de componentes, la prefabricación, los sistemas, en canon estético con el apoyo, cuando no, de la crítica marxista. Se ridiculizó el uso del ladrillo…hasta que llegó la obra de Louis I. Kahn.
Pero lo peor es que el error actual impulsa hacia la complejidad artificial, instrumental (programas aeronáuticos, parafernalia de renderings) del proceso de diseño y en consecuencia el de la construcción, cuyo ámbito tecnológico es el Primer Mundo de “alta competencia”. Exceso de medios, se reduce la búsqueda, se pierde la universalidad como atributo que pudiéramos llamar ético del acto de construir.
Ejemplos.
La sede de la Bauhaus en Dessau de Walter Gropius (1925-26) es uno de los edificios patrimoniales más importantes de la arquitectura del siglo veinte. Se construyó con un presupuesto exigente que debía sacar provecho a lo más simple. Seduce allí lo ingenioso del diseño de los mecanismos de control de las ventanas, de las luminarias, del mobiliario. En el monasterio de La Tourette (1955-58) de Le Corbusier, lo elemental de las ventanas verticales, la desnudez del concreto de la capilla, burdo, rudo, extraordinario, es “creación” a partir de la estrechez económica. La rudeza de las casas Jaoul (1954-56) del mismo Le Corbusier que hasta dio origen al “brutalismo” inglés, o el modo austero como fue construida la Villa Savoie (1929), pese a que se trataba de una vivienda de lujo, son también invenciones desde una suerte de moral de la contención.
La Galería Nacional de Mies van der Rohe en Berlín (1962), si bien construida con muy altos niveles de materiales y detalles, es discreción clásica. Y hasta la sede de la Johnson Wax de Frank Lloyd Wright costoso edificio para su tiempo (1939-1944) hecho con muy buenos medios financieros, fue concebido a partir de nociones muy estrictas de rendimiento económico. Sin que dejemos de mencionar la hermosa casa de Caraballeda de Carlos Raúl Villanueva (1960) de paredes blancas, celosías y bloques de ventilación de concreto, o la de Inocente Palacios de Fruto Vivas (1959) hecha toda con materiales naturales.
Lo que resulta claro es que la gran arquitectura siempre atiende a un equilibrio entre recursos y rendimiento, y mucho menos como ocurre con enorme frecuencia hoy en día presupuestos de
“alta competencia”.
Que el debate más en boga sobre arquitectura haya puesto de lado esto que pudiéramos calificar de “principio”, punto de referencia para el juicio de valor, o definición de una intención de construir, no es sino la muestra de la enorme confusión reinante que ha ido colocando como central lo subsidiario. Son tiempos confusos en efecto, y tal vez por eso, un “escritor de viajes” parió una frase impregnada de nostalgia respecto al valor de la pobreza.
Óscar Tenreiro Degwitz, arquitecto.
Venezuela, julio 2010,
Entre lo Cierto y lo Verdadero