No sé si he visto alguna vez en alguna foto una expresión de felicidad tan completa, tan absoluta y tan radiante como en ésta.
Y a poco que nos fijemos veremos que es una foto bien triste. El niño se llama Werfel. Tiene seis años y vive en el orfanato Am Himmel, en Viena. Estamos en 1946. La Segunda Guerra Mundial ha terminado el año pasado y él se ha quedado solo en el mundo.
Hace un minuto la Cruz Roja Americana le ha regalado un par de zapatos nuevos.
Si nos fijamos bien en la foto concluiremos que el niño está bien alimentado y bien vestido. Los zapatos que tiene están algo rotos, sí, sobre todo en las punteras, pero cumplen muy aceptablemente su función. El resto de su indumentaria no muestra el más mínimo lujo, pero tampoco carencia alguna.
Todo nos hace pensar que, dado el lugar y la fecha, ese orfanato cumple encomiablemente su función. Me imagino las terribles limitaciones y dificultades, y la gran heroicidad de quienes trabajan en él. Me emociono.
Me gustaría saber qué fue de ese niño, una pobre víctima de la guerra, huérfano tan pequeño, sin nada ni nadie en el mundo destruido y hundido.
Y, sin embargo, ha recibido un regalo inesperado: Un regalo que ya no es el objeto en sí mismo (unos magníficos zapatos), que ni siquiera necesita perentoriamente para sobrevivir (los que tenía le podían seguir haciendo apaño durante unos cuantos meses, o incluso años), sino la palpable demostración de que tiene a alguien, de que alguien, de alguna manera abstracta, indirecta y remota, se ha acordado de él y le ha hecho un regalo.
Vamos, de que alguien le quiere.
Esa alegría tan pura, ese momento epifánico de tan alta felicidad, nos toca el corazón y nos muestra muchas cosas. A mí, sobre todo, lo tonto que soy.
En estos tiempos de crisis, de pena, de hastío, que parece que no van a terminar nunca, veo a este niño y siento una enorme envidia. Pienso en mi primer proyecto, mi primer encargo cuando no tenía nada, mi primer dinero ganado con mi trabajo honrado. También recuerdo nítidamente mis primeras ilusiones y mis primeros temores profesionales, mi arranque a la vida, en un mundo ni hostil ni amigable, en unas circunstancias que no entendía pero que afronté y disfruté tanto como pude.
¿Qué tengo ahora? Muchísimo más que entonces, pero me obstino en no quererlo ver. Por eso digo que soy tonto.
Ya estamos en fechas prenavideñas. Sirva esta foto para desearos zapatos nuevos a todos, naturalmente, pero, sobre todo, que saquéis del armario esa alma pura y feliz que los sepa apreciar y disfrutar, y esa alegría invencible en medio del desastre.
A todos los arquitectos jóvenes os deseo un encargo, un trabajo, un regalo, un estímulo que os dispare a la vida nueva y feliz que viene tras la destrucción y el horror (o en medio de ellos), y una mirada desprejuiciada a este mundo horrible y destruido, pero en el que, de vez en cuando, muy de vez en cuando, aparece alguien que viene de muy lejos y os trae unos zapatos nuevos.
José Ramón Hernández Correa · Doctor Arquitecto
Toledo · diciembre 2013
Escribo con mucho gusto. He encontrado esta foto en otro lugar y la tengo guardada desde hace tiempo. Me conmueve profundamente. Ahora he encontrado este sitio a través de Google. Agradezco los datos y el bello texto de José Ramón que voy a enviar a un joven arquitecto. José Ramón, no creo que hagas todo mal en todo caso, nuestros intentos son buenos compañeros de ruta. Ahora somos muchos los que compartimos la emoción por esta imagen. Lo dice esta profesora de literatura, que intenta escribir, y tocar el piano y dibujar. Como vos…, todo mal. Ya habrás adivinado. Un abrazo desde Bueno Aires.
Se me han puesto los ojos rojos… Gracias.
Ana Espiral
Muchas gracias (por la parte que me toca en la emoción, que es muy pequeña). He escrito ese artículo porque casi se me salió a mí la lágrima al ver la foto. Cuanto más la miro más me impresiona. Es inagotable.
José Ramón
casi se me sale una lagrima