En el contexto hedonista y decadente de un balneario decimonónico destacan una serie de originales asientos. Sillas vacacionales de color blanco desde las que los personajes, impecablemente vestidos, se entregan a la buena vida y se dejan ver ufanos con todas sus miserias e histerismos.
Aparentemente autobiográfica, la película de Fellini desgrana los problemas de identidad, inseguridad y crisis creativa a través de las evoluciones de su protagonista: un director consagrado que se enfrenta al inicio inminente de un nuevo rodaje al tiempo que es asediado por perturbadoras visiones en forma de sueños y recuerdos.
En ese contexto irreal aparece en el inicio de la película el modelo más exótico y radical de asiento: Un gracioso banco acústico desde el que los personajes disfrutan las aguas medicinales y la música de Wagner.
Este asiento para escuchar es lo suficientemente ancho para ser utilizado en pareja y es en él donde encuentra Guido (Mastroiani) el primer espacio de intimidad de la película y recibe la devastadora opinión que sobre su proyecto tiene un afamado crítico cinematográfico.
Si bien la mayor parte de las sillas de la película son las clásicas Thonet o los anónimos muebles de tubo de acero habituales de las terrazas exteriores, al final de la historia reaparecen unos asientos originales y excesivos capaces de producir un espacio entorno al usuario. Se trata de unas bellísimas sillas de mimbre blanco que gracias a una generosa capota construyen una coraza alrededor de quien las ocupa.
Disponen además de unos ventanucos laterales de tal forma que sin menoscabar la discreción resulta posible fisgar a ambos lados.
Recuerda este último diseño a algunos trabajos de Jaime Hayón, especialmente la Showtime producida por BD que con tan irreverente descaro hace suya esa atmósfera dulzona y ligera del dolce fare niente.
Elías Cueto, arquitecto
Santiago de Compostela, septiembre 2012