Bice Curiger plantea para la 54ª Bienal de Venecia una perspectiva algo ingenua, alejada del palpitar del mundo actual. Ha construido un espacio seguro para un arte poco conflictivo. Sobre el anaranjado del crepúsculo veneciano, la 54ª bienal que dirige Bice Curiger se dibuja con una lucidez imprecisa, y hasta se podría decir que resulta ilegítima su parcial rehabilitación del exultante optimismo de los años ochenta, aunque el lugar de la máscara y el brío sean el Palazzo delle Esposizioni Della Biennale (el histórico pabellón italiano) y el Arsenale, que, como en los escenarios mágicos de las fábulas, nos permiten distraernos de la seriedad de la vida. El presidente de la Biennale, Paolo Baratta, afirmó recientemente en un tono neodadá que «estos últimos años, desde la primera bienal de Szeemann, en 1999, han sido un hermoso viaje desde las barbas de Harald al pintalabios carmesí de Bice». Harald Szeemann sentía respeto y cordialidad por la vida, sabía que ésta no era un valor absoluto, sino una apuesta, un coup de dés. Fue quizá su intuición más penetrante. Bice Curiger, suiza como Szeemann, tampoco se ha dejado dominar por el pathos del presente, en la creencia de que al arte no le hace falta un prontuario de indignación, simplemente la belleza y el mundo. El título de su bienal, IlumiNaciones, responde a su tenaz creencia de que el artista es capaz de encontrar los valores y sondear sus abismos con una inocente efusión de los pálpitos del deseo, la vibración de la vida.
Parapavilion, instalación de Song Dong en la Bienal de Venecia | Francesco Galli | elpais
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Ángela Molina
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