La increíble historia de la fotógrafa estadounidense Berenice Abbott permite varias lecturas. Dos de ellas, en particular, ofrecen información muy valiosa sobre sendas facetas encomiables del ser humano: su habilidad para retratar la realidad con imágenes y su capacidad de sobrevivir a la penuria y la desazón sin vender su alma al diablo. Para ahondar en la segunda hay que rebuscar entre la bibliografía sobre la autora o ver el documental biográfico realizado por Kay Weaver y Martha Wheelock. Con el fin de rendir homenaje a la primera, el museo del Jeu de Paume de París, en colaboración con el Ryerson Image Centre de Toronto, le ha dedicado una exposición retrospectiva comisariada por Gaëlle Morel y ha editado un catálogo anejo con textos de Morel, Sarah M. Miller y Terri Weissman.
Si se consigue superar la colas kilométricas de acceso a la exposición, se puede comprender hasta qué punto una chica nacida en una familia pobre de Ohio (Estados Unidos) en 1898, que nunca disfrutó de una beca ni tuvo padrinos —más bien, al contrario— enriqueció la fotografía y dejó, de paso, varias lecciones (sobre su oficio y sobre la vida en general) para disfrute de las generaciones posteriores.
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Juan Peces