Al final no somos quienes construimos el habitar, solo lo hemos despojado de la mente, lo hemos exorcizado de la memoria para obtenerlo y con ello jugamos hasta obtener unos límites deseables guardado en nuestros sueños.
El sueño del habitar se hace visible cuando comenzamos a construir el recinto de nuestras experiencias, es cuando aparecen esas voluntades del alma que buscan un lugar desde donde descansar; el sueño de habitar aparece luminosamente entre los claroscuros del fragmento de algo a fin de revelar su origen, se atreve a provocar, e insinuar la aparición de alguna costumbre incluso antes de que aparezca, intenta revelarse ante la incapacidad del espacio por demostrar su corta y quizás efímera existencia.
Habitar es pensar que ella nos hará aparecer como sujetos, que nos tocará -en cada instante- para darle sentido a nuestros quehaceres.
Somos algo bajo el pretexto del espacio, somos algo cuando él nos señala, somos finalmente lo que ocupamos, somos ese espacio que a su vez da cuenta de nosotros. La nada ya no es la nada porque ella ha sido capaz de escuchar nuestros secretos.
Y es así que despojamos el habitar desde la mente para -paso a paso -vaciarnos en ella, para construir luego lo que ya está imaginado, para intentar tocarnos la piel, para que ese alguien sea testigo de nuestra existencia, para rozarnos mientras intentamos fabricar experiencias, finalmente algún umbral será quien dé cuenta desde cuándo es que existimos.