Cuando estamos en silencio, cuando el alma se asoma por el umbral y nos llama con el viento, cuando despiertos miramos el horizonte: no estamos descansando, no estamos sin aire; estamos despiertos mirando – de la vida- todo ese espacio que hemos caminado.
El alma nos toca, nos llama, nos silencia, nos auto construye, pero de manera leve – casi oculta- de nosotros mismos, nos extiende ese manto cristalino, intacto, ese que a penas caminando vamos dejando estelas imperceptibles.
Esos momentos del alma, a veces equívocos, erráticos, otras acertadas sin dudas, siempre presentes en nuestra hechura, en nuestra construcción, en nuestros actos.
El alma quien da vida a nuestros pensamientos (apenas tocándolos), a nuestros “yo lejanos” a veces inalcanzables, huidizos: aquellos que van y vienen, y que siempre llaman a nuestra puerta cuando estamos dejados al horizonte de nuestros sueños.
El alma que siempre trae regalos cuando nos toca, cuando nos llama, cuando desviste nuestros actos para presentarnos nuevamente a ese mundo que vive sin remiendos en nuestro interior.
Caminar sobre el alma es saber más sobre nosotros mismos.