Utzon dejó su huella.
Pero, como hicieran Gabriel García Márquez con Cien años de soledad o Rachmaninoff con su segunda sinfonía, nos legó generosamente una grandísima obra maestra. Ciertamente imborrable.
Una pieza en el puzle de nuestra cultura cuya duración se diluye en el tiempo.
Pocas obras han sido tan icónicas, tan representativas de su geografía. Tan intensamente acertadas y «originales» como la Opera de Sydney.
Y cabe preguntarse dónde radica su acierto. Dónde confluyen exactamente la creatividad de su autor con los intereses públicos de su emplazamiento. Porqué «llega» tan hondo.
Utzon era danés. Provenía de una familia de armadores y arquitectos navales y, de hecho esa fue, por pura simbiosis, su primera atención vital y profesional.
La evocación del mar y sus artefactos, su lenguaje y sabiduría, le acompañaron de manera natural durante toda su vida. Su dilatada carrera como arquitecto no se entiende sin reconocer la fuerza de su sensibilidad ante la presencia hipnótica del mar. Sus formas y duendes.
Podríamos ver en ese lugar algo ciertamente animal, poderosamente salvaje. Podríamos reconocer en ese edificio las esféricas formas hidrodinámicas de los cascos de los barcos, o sus tensas velas hinchadas por el viento. Sus colores y texturas se aproximan a la contemplación épica de afilados acantilados invadidos por la blanca y brillante espuma de las olas verticales en tempestad.
En una suerte de enajenación genial el arquitecto une su memoria con su destreza, su sensibilidad con su saber, su corazón con su cabeza y de su alquimia resulta un prodigio.
Tan inexplicable como evocador.
Tijera en mano.
Sergio de Miguel, arquitecto
Madrid, marzo 2010