Quizás nuestra dimensión humana es medida cada mañana para devolvernos al mundo de los vivos, quizás la luz intenta reconstruirnos con su siempre inseparable compañera y cómplice: la sombra.
Nos animamos al ver la dimensión que alcanzamos al confrontarla, al intersecar sus designios con nuestro deseo de habitar, al caminar por la estancia nos revela también la vida de los objetos que acompañan la desgastada rutina, haciéndonos testigos de nuestra propia vida.
Así se instaura en cada mañana y funda un nuevo hogar, se acomoda y al final de la tarde cuando su sombra se echa a nuestros pies a manera de ofrenda y se recuesta sobre nuestra vida es cuando sentimos que habitamos.
El tiempo acusa la superficie, persigue las horas, finge -a veces- que nuestra sombra cae dos veces (y de la misma manera) sobre la misma superficie, pero es el suelo -cómplice de nuestros pasos- quien decide recibirla y revelar como las juntas se ven más profundas, como las señas de la vida sobre nuestra piel.
Es la luz del tiempo quien nos señala constantemente, a veces arrojándonos el sol despiadadamente sobre nosotros, apareciendo oculto detrás de un pilar circular de concreto; pero es el tiempo quien revela finalmente la firmeza de nuestra hechura, el material del que estamos hechos, las señas de la fortaleza de nuestra lucha, y las huellas que dejamos al habitar. Pero también es la sombra quien da vida a esa inquietud, es ella quien en su extensión termina por adoptarnos, revelar que somos parte de ese mundo creado por nosotros mismos; ese al que asistimos como actores sobre el escenario de nuestras vidas para mostramos un día que hemos dejado de habitar.