El acto de ascender forma parte de un gesto que la humanidad ha realizado día y noche desde que habita la tierra. Mirar al cielo en busca de respuestas y augurios o, simplemente, dejarse maravillar por el espectáculo sobrecogedor de una noche estrellada son actos que se repiten como una constante a lo largo de nuestras vidas. Esos gestos mínimos son la puerta de entrada a la lógica de lo trascendente.
En el mismo momento en que tomamos conciencia de la posibilidad de una dimensión transcendente, se activa la pulsión irreprimible de ascender sin descanso hacia la bóveda celeste. Ya se deba a la voluntad del astrónomo de descifrar los secretos de las constelaciones, a la creencia del sacerdote de que las señales del cielo contienen augurios y describen el futuro o al deseo de morar físicamente más cerca de las deidades, ascender tanto física como espiritualmente forma parte de lo más profundo de la naturaleza humana.
A lo largo de la historia, la combinación indisoluble de lo espiritual y lo matérico ha llevado a los seres humanos a poblar la faz de la tierra de construcciones que, por razones tanto culturales como religiosas, han tenido en la altura el principal reto a superar. Desde la torre de Babel, a medio camino entre el mito y la realidad histórica, hasta las catedrales de la Edad Media, desde la torre de porcelana de Nankín en China y los minaretes de las mezquitas diseminados por todo el Oriente musulmán hasta las torres civiles de los ayuntamientos del Renacimiento, la poderosa simbología que encierra un edificio exageradamente alto, combinación de destreza técnica, reclamo publicitario y, en ocasiones, homenaje a Dios, ha fascinado a los hombres desde tiempos remotos.
Las construcciones en altura, aglutinan voluntades comunes, suponen esfuerzos organizativos y logísticos de primer nivel, y al cabo de los años, dan significado a civilizaciones enteras. Es evidente que en el momento en que las antiguas construcciones fueron izadas, la voluntad principal de construir en altura se correspondía con los deseos individuales de un rey, mago o sacerdote, y por tanto lejos de una visión común compartida, pero también es bien cierto, que una vez erigidos, los edificios altos configuraban toda una identidad común basada en la fascinación.
Las construcciones en altura no solamente tienen el poder de atraer viajeros, comerciantes y extranjeros, sino que dan la imagen de la fuerza y del poder de una ciudad, de una raza o de una civilización entera. Por tanto funcionan como foco emisor de ideales y preceptos religiosos, cívicos o simplemente dan la medida de la riqueza de un pueblo.
Más modernamente, los edificios altos dan estructura urbana, marcan hitos en el paisaje de las ciudades y favorecen la construcción de la identidad colectiva. En la malla más o menos uniforme de una ciudad, los edificios en altura tienen vocación de centralidad, es decir, identifican de manera clara y sin opción al equívoco, el área o el lugar donde podemos hablar del centro de la ciudad, y automáticamente se convierten en una vara de medir. Lo lejos o lo cerca que uno se encuentra de una agrupación de edificios altos es exactamente la medida de lo lejos o lo cerca que uno se encuentra del centro.
En las ciudades americanas, especialmente en las norteamericanas, la agrupación de edificios altos, lanzan el mensaje del poder financiero e industrial de la ciudad. El típico downtown americano, construye un imaginario preciso, que relaciona la ciudad con el poder adquirido. Esto es tan claro, que incluso hoy día sabemos identificar las ciudades a partir de su skyline, es decir de la línea de cielo que dibuja habitualmente una baja altura en la periferia y una concentración de altura en el centro. La altura siempre ha sido a la vez un reclamo y una declaración.
En contraposición, las ciudades Europeas, más uniformes en su tejido urbano, han usado la altura para marcar los hitos en el paisaje que identifican accesos y puertas a la ciudad. Todavía hoy, ciertos planes urbanos, procuran significar con uno o varios edificios altos, ciertos puntos de acceso a las urbes y tienden a diseminar la altura de los edificios en diferentes puntos estratégicos de la ciudad.
La historia de los edificios en altura, sujetos a la pulsión humana por ascender, por corporeizar el sueño de ascensión, han dejado y seguirán dejando el rastro de una voluntad ambiciosa, técnicamente audaz y físicamente arriesgada del espíritu humano.
Sea como sea, ascender, mirar hacia arriba, tocar el cielo con la punta de los dedos, ha estado presente, de forma permanente, en el espíritu y la energía de la humanidad. Ascender viene a ser un intento, a la larga inútil, pero siempre necesario, de trascender la carne para alcanzar el espíritu. No solemos caer en la cuenta de que trascender es, en realidad, morir y buscamos anticipar la superación de nuestra condición carnal elevando inmensos edificios hacia el cielo, esperando así obtener el perdón de los dioses o la oportunidad de inmiscuirnos en sus asuntos. Quién sabe.
El contexto económico de algunas zonas del planeta puede hacer pensar que las grandes construcciones pertenecen al pasado. Si bien es cierto que muchos edificios has quedado aparcados por la crisis, no deberíamos ni demonizar ni pensar que la fase de los edificios altos ha quedado olvidada. Es más, no deberíamos caer en la tentación de demonizar la altura. Edificar de forma concentrada y en altura aporta compacidad, densidad y complejidad a los tejidos urbanos. Las tres condiciones anteriores son la garantía de un equilibrio entre el ecosistema urbano y el ecosistema natural. Caso aparte es el hecho que ciertas operaciones en altura, mal ejecutadas y sobre todo, mal planificadas, son el producto de vergonzosos intereses especulativos. Eso no debe ensombrecer las ventajas, diría incluso, la necesidad de construir en altura.
En definitiva, por suerte o por desgracias, parece inevitable, como si fuera una orden impregnada en los genes, que la humanidad sigue y seguirá elevando construcciones cada vez más altas. Y es que, en el fondo, somos incapaces de reprimir nuestra pulsión de llegar algún día a morar al lado de Dios.
Pronto volveremos a ascender de nuevo.
Miquel Lacasta. Doctor arquitecto
Barcelona, abril 2013