Nunca me ha gustado mirarme al espejo. Enfrentado a mí mismo, despojado de toda máscara, descubro cicatrices que el pudor esconde, defectos que la condescendencia ajena evita en cada conversación.
Viajar por Galicia para ver su arquitectura me obliga a un ejercicio análogo.
Es una sensación extraña; acompañar en el viaje a quien viene de lejos, a quien apenas ha cumplido veinte años1. Ver lo ya visto, ver con otros ojos.
Por eso anoté sobre la marcha lo que tal vez nunca se diría.
Las sesiones perdidas2.
Es importante escribir para no olvidar las cosas; escribir como quien hace la lista de la compra3. Recordar ese sábado, ese faro4visto en La Coruña; recordar sus galerías, los castillos que defendieron su bahía, las murallas que abrazaron una plaza fuerte cuya morfología ha sido desfigurada en su pugna con la mar5. No olvidar, por supuesto, a Manuel Gallego y esa calle que es museo pero también es ciudad, ambigüedad tan gallega en la que nos gusta reconocernos.
Escribir es inevitable si viajamos a Compostela6un domingo soleado de marzo. La visita es siempre una mezcla de obligación y placer, como ir a casa de ese abuelo que nos explica de dónde venimos: entrar en la catedral7, divisar desde sus cubiertas la plaza del Obradoiro -no olvidar que eso significa taller-, la Quintana de Mortos y la de Vivos, Platería y Azabachería; reconocer la Corticela y, más allá, el muro ciclópeo y excesivo de San Paio de Antealtares.
Tomar el sol, fugazmente, sobre las losas de granito.
Anotar que, no demasiado lejos de la catedral, encontramos ese parque irónicamente llamado de Vista Alegre8, y que más tarde visitamos la Vaquería, conjunto residencial proyectado por Víctor López Cotelo en una antigua curtiduría. Caminar por él es entender por qué la arquitectura no puede ser explicada, por qué es necesario experimentarla; es percibir una comprensión profunda del lugar, una manipulación precisa de la topografía, una extraordinaria sensibilidad en el tratamiento de la vegetación, una arquitectura capaz de valorar el espacio entre las piezas -ese aire que respiramos- antes que la apariencia de cada una de ellas. La Vaquería ha sido construida tras haber aprendido del modo en que Galicia ha humanizado su paisaje durante siglos: sus muros admiten la pátina porque aluden al tiempo y la memoria, a aquello que sabemos sin darnos cuenta y conforma nuestro subconsciente colectivo. López Cotelo -el otro López Cotelo- ha sido capaz de construir un pedazo de Galicia en Galicia9. Eso no es sencillo.
Esa noche visitamos la Ciudad de la Cultura.
El lunes por la mañana no fui capaz de escribir mientras hablaba Andrés Fernández-Albalat; preferí abrir bien los ojos y esforzarme en memorizar cada una de sus palabras. Luego, en el autobús, me invadió esa sensación que debió invadir a quienes vieron a Hendrix interpretar el himno en Woodstock:
‘¿Sabes, hijo? Ese día, yo estuve allí’.
Horas más tarde tomé un puñado de notas en Bueu, en el mismo lugar que Ramón Vázquez Molezún construyó una casa en 1969 y la bautizó A Roiba. Al entrar, recordé una experiencia personal: hace años, un cliente rechazó una propuesta para su vivienda; argumentó que, cuando uno ve un dormitorio, piensa en follar; y que él, en ese dormitorio, no se imaginaba follando. Fue una enorme lección de arquitectura. En A Roiba uno se imagina a quien la habita follando, y riendo, y llorando; se imagina días buenos y días malos; se imagina tardes de julio subiendo desde la playa, tirando de la trampilla; se imagina el picor en la espalda cuando la sal del mar reviste la piel, se imagina el resol de septiembre colándose en la habitación de la planta superior.
No pude evitar pensar en una paradoja: en sus sesenta y siete metros cuadrados cabe mucha más vida que en las catorce hectáreas de la ciudad de la cultura. Quizá porque esa casa minúscula, como Andrés Fernández-Albalat aquella misma mañana, nos habló del tiempo10.
Luego volvimos a La Coruña. De camino, mientras veía llover, pensé que alguno de quienes esta vez se asomaron al noroeste volverá a Galicia. Quizá entonces irá más allá, más al oeste, hasta Fisterra. Hasta el punto donde acaba la tierra. Y allí comprenderá que Galicia no es el fin de la tierra sino el centro del mar.
Eso nos lo reveló alguien que vino de fuera y nos enseñó a mirarnos al espejo.11
Borja López Cotelo. Doctor arquitecto
A Coruña. abril 2013
Notas:
1. Escribo este artículo tras un viaje a Galicia realizado con alumnos de segundo curso de la ETSAM. No pretende ser un inventario de lugares visitados ni de experiencias vividas, sino un conjunto de anotaciones rápidas, de ideas inconexas y fragmentarias que se podían haber perdido para siempre. Quizá, incluso, eso habría sido lo más apropiado.
2. Sí, Ferreiro, te he vuelto a robar un título.
3. Pietilä secundaría esta afirmación. Sin duda.
4. Mi padre me prohíbe taxativamente llamarle torre. Tal vez porque él creció en la calle del faro, desde la que -antes de que la especulación devorase el barrio de Monte Alto- se veía la misma luz que guiaba a los marineros.
5. Hemingway me prohíbe taxativamente referirme a la mar en masculino. La mar es lo correcto pues es así como ‘le dicen en español cuando la quieren’, afirma el americano en El viejo y el mar.
6. A esa ciudad cuya etimología, campus stelae, me hace recordar a Borges: ‘¿Cuándo comenzó a verse la noche?… para eso ha sido menester muchas vigilias de pastores y de astrólogos y de navegantes y una religión que lo ubicase a Dios allá arriba…’ (Jorge Luis Borges, El tamaño de mi esperanza)
7. La visitamos tras haber escuchado a Arturo Franco Taboada explicarnos su génesis, tras haber visto esos dibujos que infectaron nuestra mirada y nos convencieron de que el parteluz del Pórtico de la Gloria es un apeo. También tras haber asistido, ya noche cerrada, a una charla de Carlos Pita que osciló entre la tectónica de la construcción y las hazañas sexuales de Luis Miguel Dominguín.
8. Fue una experiencia volver a visitar el edificio de la SGAE, esa ridícula vindicación de los fuegos artificiales. Porque la diferencia entre esa obra y la arquitectura es exactamente la misma que existe entre artillería y pirotecnia.
9. Tanto en la Vaquería como en Pontesarela y Caramoniña, Víctor López Cotelo contó con la confianza del promotor José Otero Pombo, quien sigue peleando por sacar adelante varios proyectos de recuperación de antiguas edificaciones en el cauce del Sarela. Su tozudez me hace pensar en la importancia del cliente en ese proceso largo y tedioso que los arquitectos llamamos proyecto.
10. Tal vez por eso, todo lo que vimos después pareció menos interesante. Tampoco nos importó demasiado el Pritzker a Toyo Ito. El clímax de la visita había estado allí, en Beluso, y de un modo u otro todos lo percibimos. Sólo faltaba comer, beber -esta vez sí, mucho- y dejar que cada uno volviera a su casa.
11. Quien nos legó esta interpretación de Galicia fue el antropólogo sueco Stefan Mörling, ilustre habitante de O Morrazo durante cuatro décadas.