Muchos son los edificios a lo largo de la historia cuyo destino final ha sido el de servir de cantera. Canteras de bloques ya tallados que se empleaban en la construcción de obras cercanas, en una suerte de canibalismo arquitectónico. Si se prefiere, por suavizar el término y volverlo más contemporáneo, este proceso se podría calificar de reciclaje, ya que al fin y al cabo, este proceso podría identificarse como la obtención de una materia prima a partir de la reutilización de desechos con el fin de ahorrar energía. Por contra este mecanismo de reutilización se parece más a una transfusión, ya que no se puede ignorar que el alma, la esencia o la memoria del edificio original contaminará la futura obra, provocando un efecto similar al de los hermanos de sangre.
Este es el caso del Coliseo romano, cuyo lado sur se convirtió en lugar de extracción de sillares durante la Edad Media de forma que sus piedras aún palpitan en otros edificios de la capital italiana, alargando su tiempo, multiplicando la vida útil de esa materia pétrea.
Esta sangría material supuso graves daños en el edificio por lo que se tuvieron que cometer obras de contención estructural en los dos extremos del anillo exterior. En 1828 Giuseppe Valadier se encarga de consolidar uno de los extremos de ese anillo exterior para poder así contener los empujes laterales. Su intervención reconstruye en ladrillo y mármol blanco, para las zonas labradas, algunas arcadas en cada planta, a las que añade después un contrafuerte en cada nivel.
Se separa del original por el uso de un material diferente, pero reproduce su trama compositiva, a la que añade dramatismo con algunos arcos o piezas incompletas, que dejan ver los enjarjes del ladrillo, simulando que allí, al otro lado de esas juntas, faltan arcos similares hasta completar todo el exterior. Podría afirmarse que es una intervención arquitectónica que no resuelve únicamente el problema estructural sino que pretende añadir contenido dando una explicación sobre el monumento en su totalidad.
En cambio, años antes, concretamente en 1807, el arquitecto Rafael Stern, se había enfrentado con el otro extremo de esa pared inestable del Coliseo que amenazaba ruina. Su misión, exactamente la misma que en el caso anterior, era la de contener el deterioro dando estabilidad estructural a ese borde de la ruina. Un gran contrafuerte, también de ladrillo, que recorre la totalidad de la vertical en un único gesto fue la solución empleada. Un único resalte, a la altura de la cornisa del segundo nivel, expresa el cambio de espesor de la pieza para adecuarse al grosor de los muros existentes. Es un gesto rotundo, seco, mudo, que a primera vista, únicamente es entendible desde la funcionalidad estrictamente estructural. Podría incluso calificarse como una actitud ingenieril.
Pero una segunda mirada más detenida, otorga otro tipo de información. Los dos arcos contiguos, muy deteriorados y con bloques muy movidos, incluso a punto de desmoronarse, han sido tapiados. Mediante esta acción su estado de deterioro ha sido congelado, no han sido recolocados en una situación teórica propia de la disciplina. Stern detiene el tiempo del coliseo justo en ese momento, conservando el dramatismo de la situación del edificio.
Son precisamente esta congelación y el radical minimalismo linguístico de su propuesta, las armas que su proyecto utiliza para distanciarse del tiempo del edificio romano, cediéndole todo el protagonismo que le corresponde.
Se hace difícil pensar que la obra de Stern, con veinte años más que la construida por Valadier, pueda resultar más contemporánea, pero es que parar el tiempo es un logro que muy pocos proyectos alcanzan, entrando con ello en un lenguaje atemporal que los mantiene vivos a lo largo del tiempo.
íñigo garcía odiaga . arquitecto
san sebastián. enero 2013
Los tiempos intermedios | Santiago de Molina
Está probado que las inspiraciones místicas resultan a menudo peligrosas. Javier Gomá nos ha recordado que el creador es un ser raptado por las musas: mousóleptos. Cuando la musa se aproxima y nos susurra, su aliento es cálido y deslumbrante. Pero también abrasador.
Lorca empezó a escribir poesía “obedeciendo a unas órdenes categóricas
del espíritu”. Sin embargo se encargó bien de diferenciar entre esas
musas y el hispánico aliento del duende. Goethe definió algo parecido a
ese duende lorquiano mientras estaba escuchando a Paganini: “poder
misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica”.
Desgraciadamente esos seres mitológicos pronto se
desvanecen. Es probada su inconstancia pues no persisten en la llamada en ese
rapto ni en los sujetos sobre los que insuflan su breve aliento. Tal vez por
eso las musas no deben dejarse pasar sin más. Tras su rapto inconsistente deber
ser agarradas brutalmente por la cabellera, como se hace con una bestia
encabritada y salvaje para no caer al suelo.
No soltar esa cabellera hirviente es la verdadera tarea del creador. Si
los instantes iniciales de la arquitectura están mitificados, pues algo
rozan que desborda lo humano, es en los estadios intermedios donde se
pone a prueba el oficio y la técnica y una extraña fidelidad a ese
aliento irrenunciable.
A las dos horas en que Frank Lloyd Wright pergeñó los primeros trazos de
la Casa de la Cascada siguieron años en que cada uno de los detalles
fueron afinándose sobre el papel y construyéndose con ayuda de
cuidadosos artesanos. Si esa obra es empleada para hablar de la
excepcionalidad de un comienzo abrumadoramente veloz, sin ese espacio
intermedio donde la arquitectura se pule y desbasta, no existiría hoy
tal como la conocemos.
La historia de las catedrales es la historia de esos estadios
intermedios. Las musas no visitaron las viejas catedrales góticas ni a
sus constructores, que no conocieron el instante inicial de una obra que
heredaron comenzada y que dejaron sin concluir a sus descendientes. Sin
embargo su oficio de arquitectos, persistentes y fieles a una misión
asumida como propia, les permitió esos relevos con energías y talento.
La breve construcción del monasterio del Escorial, apenas cuarenta años,
prácticamente no tuvo más que algún breve momento de inspiración. Juan
de Herrera asumió la obra de Juan Bautista de Toledo y puso su mucho
talento al servicio constante de la musa de su predecesor. La sabiduría
de cada una de las decisiones para la consecución de la mejor obra
posible no resta ni un ápice a su autoría ni a su altura como maestro.
Desde los pasos iniciales a la obra construida la cronología se
interrumpe por escalones, en ocasiones insalvables y contrarios al
creador, por obstáculos de todo orden que pueden llevar todo al traste.
En ese instante el rapto de las musas queda lejano. Sin embargo las
manos cansadas deben permanecer agarradas a aquella larga, larguísima
cabellera, como a la estela de un cometa, o como un agricultor a un
arado.
Debe existir algún dios invisible y callado de los estadios intermedios.
Es el dios lento y constante de la arquitectura. Un dios apenas
compartido salvo, quizás, por la agricultura.
http://goo.gl/rRPXUg
Las esperas de la arquitectura | Santiago de Molina
En la arquitectura todo tiene su propio ritmo y el tiempo transcurre de
un modo singular. Más que al finalizar la obra, hay una alegría en la
coronación del edificio, que de siempre se ha celebrado con la solemne y
comunitaria ceremonia de la “puesta de bandera”. Hay una satisfacción
de los obreros, justa y callada, en el lento superar la cota del terrero
y dejar atrás las amenazadoras cimentaciones. Atrás se ofició la
ceremonia ancestral y esperanzada de la «primera piedra». Y previamente
se remontaron tiempos y etapas señaladas, desde el proyecto de
ejecución, líneas perdidas y tanteos, donde el dibujo se anticipó a la
espera de todo un porvenir.
En el proyecto de la arquitectura conviven los ritmos lentos y
acompasados con una rápida sucesión final donde se agolpan y atropellan
las últimas acciones. Existen en sus entrañas tiempos de impás, paradas,
solapes y esperas. Y hermosos momentos en que lo realizado anticipa la
obra por llegar. Por eso todo dibujo es provisional, del mismo modo que
hay piezas que se constituyen en previsoras de otras en la obra. Y
trazos y piezas temporales, puntales, andamios, que esperan la llegada
de otros que los completen, y que se asoman y saludan al futuro. Como si
el significado de la arquitectura y sus pasos estuviese arraigado en un
tiempo por venir.
De modo que, mirado con distancia, el proyecto de arquitectura es el
resultado de una espera sucesiva y que cada instante conserva algo de
provisional y está preñado de un tiempo anticipado y oculto. (Quizás
incluso la terminación de la obra deje al edificio a la espera de ser
habitado o incluso a la espera del paso del tiempo sobre ella).
Como puede deducirse, tanta espera, tanto esperar, hacen de la
arquitectura la encarnación de un ignoto “principio esperanza”. Y a uno
le gusta pensar que exactamente por eso nada ha inventado el hombre que
hable más del futuro, de su futuro, que la arquitectura.
http://goo.gl/JMYCcn