“Una vez que el hombre empezó a desarrollar extensiones, sobre todo el lenguaje, las herramientas y las instituciones y cayó en la tela de araña de lo que denominó transferencia de la extensión y se enajenó de sí mismo a la vez que fue incapaz de controlar los monstruos que había creado”.
La distancia entre el hombre y el mundo
La regulación de la sociedad por parte del aparato burocrático fue estudiada por Max Weber1 a principios del siglo pasado. El autor diseccionó los mecanismos elaborados por la sociedad para dotarse de unos sistemas de control que, a la vez, la hiciera altamente eficiente. La búsqueda de una racionalización de la vida, conllevó a la creación de una estructura que pronto la desbordó y se alejó de los individuos, provocando su desencanto. A este fenómeno, Weber lo denominó la
“jaula de hierro de la irracionalidad”.
Posteriormente, Sigmund Freud2 designaría la insuficiencia de los métodos para controlar las relaciones sociales como una de las grandes fuentes de sufrimiento del ser humano.
“No atinamos a comprender cómo las instituciones que nosotros mismos hemos creado no habrían de representar, más bien, protección y bienestar para todos”.
A partir de aquí, introduce el concepto de cultura, que define como la suma de producciones e instituciones que distancian nuestra vida de nuestro origen animal y que tienen por función proteger al hombre frente a la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí. Está presente en todo ello, la idea de establecer un criterio que transcienda de los instintos individuales en favor de un objetivo colectivo. Y la vida transcurre así, en una constante oscilación tratando de hallar un equilibrio entre las obsesiones individuales y los deseos sociales. La cultura, en este sentido, nos impone pesados sacrificios.
Ya en los años setenta, el antropólogo Edward Hall,3 incidió en la idea de la distancia creada entre la vida y el ser humano, alejado cada vez más de sus actos. Hall identificó la cultura como un entramado total de comunicaciones (narrar, pensar, manejar el espacio y el tiempo, jugar, etc.). La cultura, apuntaba el autor, no es innata sino que nos viene dada. El hombre es poroso y a través del aprendizaje se construye a sí mismo. Sin embargo, una vez adquirida, se blinda en un plano oculto, en un nivel inconsciente que regula y vigila el comportamiento individual. Funciona como una pantalla protectora que tiene la misión de salvaguardar al sistema nervioso de la sobrecarga de la información.
El acercamiento urbano
En esos mismos años, se produjeron una serie de reflexiones intelectuales sobre el ya mencionado abismo que separaba al individuo del mundo que estaba creando. Esa preocupación, fue trasladada al ámbito del urbanismo y del planeamiento, dirigido hasta entonces por la figura del urbanista capaz de planificar una ciudad sin una conexión directa con los ciudadanos. Frente a este monólogo del urbanismo tecnocrático (citty planning), surgió la figura del advocacy planning, cuestionando así el rol del planificador.
La concepción de la ciudad
Esta nueva manera de entender la concepción de la ciudad, desarrollada inicialmente en el mundo anglosajón, se basaba en una interacción más directa con las diversas comunidades sociales para poder plantear propuestas que tuvieran una mayor conexión con la realidad. Se iniciaron procesos de participación social en los que subyacía la idea de que los ciudadanos volvieran a ser dueños de su propia ciudad, de sus necesidades y sus deseos. De ese modo, se abría una pequeña ventana a lo inesperado, a posibles trayectorias no consideradas a priori que pudieran materializar una voluntad colectiva. Harvey, en esa misma dirección, apunta el derecho que tiene el ciudadano a transformar lo existente en algo radicalmente distinto.
Así, la figura del planificador, fue reconvirtiéndose en una pieza que articularía las diversas sensibilidades, en el mediador (o facilitador) entre los diferentes agentes implicados. Estos últimos, los denominados stakeholders, fueron adquiriendo un protagonismo cada vez más visible en los procesos de planificación. La incursión de los diversos procesos de participación ciudadana, añadió complejidad e imprevisibilidad al planeamiento urbano. Multitud de deseos y reivindicaciones, diversas sensibilidades afectadas deberían ser gestionados para crear la ciudad del futuro.
La sociedad actual, que hace tiempo que ya no se puede explicar bajo una sola lectura, se presenta atomizada, formada por microgrupos diversos (por tribus, diría Maffesoli) pero, no obstante, regulados por una burocracia omnipresente. Es decir, caracterizada por un constante movimiento de reequilibrio entre las fuerzas centrífugas de la globalización y las centrípetas del localismo. La ciudad burocrática, la ciudad de los tecnócratas siempre ha tendido hacia la eficacia, concebida ésta como un camino directo entre los objetivos y los fines, dictados estos principalmente por las leyes del mercado.
Este tipo de ciudad presentaba un proceso acusadamente lineal, y con una configuración del tiempo y del espacio que había anulado las referencias al pasado o a la memoria, y por tanto, cualquier sentimiento de identidad. El fin justificaba los medios, y tenía una traducción directa en la banalización de un espacio público cada vez más desprestigiado. La ciudad eficaz había restringido sus funciones, convirtiéndolo meramente en un espacio de tránsito rápido. Ello se traducía en la pérdida paulatina de los espacios de sociabilidad: inicialmente las lavanderías, las fuentes o pozos, los mercados, el portal de las iglesias; luego las plazas o los mercadillos; posteriormente la calle. Todos estos espacios que iban desapareciendo poco a poco de la ciudad, conllevaban una concepción del lugar, pero también del tiempo, que en nuestra cultura era principalmente policrónico.
Concepciones del tiempo y del espacio
Volviendo a los años setenta, Hall hizo una distinción entre los seres monocrónicos y los policrónicos. Cada uno de ellos, explica el autor, tiene un modo de entender el mundo, una concepción divergente de la gestión del tiempo y del espacio.
Los individuos monocrónicos, por lo general asociados a los países del norte de Europa, Estados Unidos, Rusia o Japón entre otros, tienen una visión lineal del tiempo. Están acostumbrados a hacer una cosa en cada momento, y aquello que realizan da respuesta a un acto planificado y programado. Estas sociedades exigen disciplina y previsión. Sus espacios, por eso mismo, requieren un orden preciso y una jerarquía visible. Se valora más el tránsito que la interrupción. El cumplimiento de un compromiso o de una fecha es prioritario. En este caso, el tiempo es tratado como un objeto.
Para los individuos policrónicos, en cambio, asociados a los países del sur (América Latina, los países mediterráneos, África, Oriente Medio,…), la concepción del tiempo es muy diversa. No existe una sucesión de tiempos, sino puntos, cruces e intersecciones. Varias cosas suceden a la vez, muchas de ellas imprevistas y, por tanto, la sorpresa, la interrupción o el desvío tienen la condición de normalidad cotidiana. El tiempo es una sucesión de momentos, no lineales, interrumpidos, desconectados el uno de los otros.
Esta manera de sentir y de actuar en estas culturas ha dado lugar a la plaza o al mercadillo, espacios en que se presentan actividades diversas y poseen un carácter polifuncional. En este aparente caos, la sociabilidad asume un rol principal, anteponiendo las relaciones sociales a las laborales y teniendo un concepto más laxo de las cuestiones disciplinarias respecto a los seres monocrónicos.
El futuro
De todo ello también se desprende el sentido de la confianza en el progreso. Culturas que miran al futuro, tienden a una concepción programada y pautada (monocrónica), mientras las que se basan en el presente, tienden a la espontaneidad (policrónicas).
Según Lefebvre,4 cada sociedad produce su espacio y, a su vez, cada espacio produce relaciones sociales. Cada sociedad contiene una concepción del tiempo. Pero el espacio y el tiempo ya no son los mismos que antes. A la vez que ha desaparecido el carácter de numerosos espacios públicos han surgido otros nuevos, unos despersonalizados y otros virtuales. Estos últimos son espacios alternativos que el hombre empezó a soñar el los años setenta actualmente han sido ya asimilados como espacios de lo cotidiano. Con el tiempo sucede lo mismo. La generación de estos espacios interconectados ha reconfigurado una nueva concepción del tiempo. La inmediatez y la vida a tiempo real han modificado la red de interconexiones sociales, ahora gestionadas por una red eléctrica.
Virilior5 detecta como esta reconsideración del tiempo y del espacio ha anulado el sentido del trayecto, donde el final del siglo XX presenció la eliminación de la partida en beneficio de la sola llegada (la llegada generalizada de los datos). Así como podemos hablar de la ciudad genérica, del mismo modo podemos referirnos a un tiempo genérico, ya universal y unificado. Ya no existe el aquí, sólo el ahora. La invasión del espacio telemático conlleva la pérdida del contacto físico del otro. Virilio en este punto es realmente ácido, presiente la desintegración de la comunidad de los presentes en beneficio de la de los ausentes: ausentes abonados a internet o a la multimedia.
Por tanto, nuevas generaciones tendrán que adaptar su consideración del tiempo, muy diferente ahora respecto al pasado y con una primacía absoluta sobre el espacio. Las ciudades, que ya no volverán a ser las mismas, deberán dar respuesta a las nuevas transformaciones sociales, cada vez más inestables y mutables. Para ello, y retomando las consideraciones iniciales, será necesario desprenderse de los moldes burocráticos, que fueron diseñados para una sociedad monolítica. Serán precisos nuevos marcos para dar cabida a la aparición de soluciones innovadoras en los planteamientos urbanos. Diferentes ciudades llevan tiempo ensayando nuevas estrategias urbanas para dar sentido a la forma de ser, sentir y participar de la sociedad contemporánea. Y es precisamente en la indefinición o en la ambigüedad de la norma, donde existe un pequeño espacio para la interpretación de una nueva realidad. Porque, como dijo Hall:
”las burocracias no tienen alma, ni memoria, ni conciencia. Si existiera un único obstáculo en el camino hacia el futuro, este sería la burocracia tal y como ahora la conocemos”.
Ignacio Grávalos – Patrizia Di Monte. Arquitectos (estonoesunsolar)
Zaragoza-Venezia. Octubre 2015
Notas
1 Weber, Max. La ética protestante y el espíritu del capitalismo.
2 Freud, S. El malestar en la cultura.
3 Hall, E. Más allá de la cultura.
4 Lefebvre, H. La producción del espacio.
5 Virilio, P. La velocidad de liberación.