Para las materias importantes, las enseñanzas provienen de lugares muy remotos. Considero que la arquitectura es una materia importante, y por eso es conveniente encontrar en lugares, a veces distanciados de lo que uno piensa, pequeñas perlas que nos ayudan a dar cuerpo a nuestras reflexiones.
Una de esas remotas enseñanzas interesantes proviene del pensador danés, Søren Kierkegaard, al que algunos sitúan como el padre del existencialismo europeo, esencialmente el existencialismo francés y el alemán.
Kiergegaard desarrolla un giro existencial
que exige la puesta en marcha de nuevas categorías conceptuales. Frente al pensamiento especulativo, el filósofo reivindica el pensamiento existencial en el que el pensador se involucra personalmente en la filosofía que elabora.1
Esta es para mí, la gran enseñanza de la escuela existencialista, la identificación absoluta y total en aquello con lo que uno está involucrado.
Para clarificar algo más la esencia de esta afirmación me remito a lo que escribe José Luís López Aranguren;
Kierkegaard opone al pensamiento especulativo, el pensamiento existencial. El animal tiene vida. El hombre digno de este nombre es existencia. Existencia es una peculiar actitud del hombre para consigo mismo que envuelve en sí las categorías de seriedad, elección o decisión, repetición, preocupación y sinceridad.2
Si duda en la arquitectura participamos de un cierto modo de hacer existencialista, en el sentido que nos identificamos de forma absoluta con la fuerza propositiva de un proyecto arquitectónico, hasta el punto que no pocos colegas se sumarían a la afirmación de que arquitectura y vida, tanto la idea de vida en abstracto, como en referencia a la vida personal, son la misma cosa, son uno.
Al principio hacía referencia al origen remoto de ciertas enseñanzas. Ciertamente, el existencialismo, una corriente de pensamiento no exenta de gran influencia, y todavía hoy, una escuela filosófica, lo considero remoto en muchos sentidos para la arquitectura. El existencialismo tiene la potencia de hacer aquellas preguntas graves, y en realidad claves, relacionadas con el devenir de nuestra existencia.
Eso ocurre igual en cierta arquitectura existencialista, o mejor dicho en la actitud existencialista de ciertos arquitectos. Sin embargo, y quizás por eso, tengo tendencia a relacionar una cierta angustia existencial, con el periodo más joven de la trayectoria profesional de un arquitecto.
Aquel joven lleno de entusiasmo, pero sobrecogido por la magnitud de las reflexiones propias y ajenas, intransigente con aquellos que fomentan una visión lúdica de la arquitectura, por considerarla liviana y poco profunda. Lo lúdico nunca ha sido el antónimo de aquello exento de rigor.
Aún más lejana me parece la actitud de los existencialistas, de tener que compartir angustiosamente sus pensamientos.
La figura ennegrecida por la pesadumbre de sus propias reflexiones, vendría a ser una imagen, muy poco proteica para hacer y vivir la arquitectura. No niego que la aureola de malditismo que arrastra el pensamiento existencialista es atractiva, y en algunos casos, diría que reluciente, una aureola, eso sí, de una luz negra y apesadumbrada, pero considero que la arquitectura es luz, no solamente en el sentido literal y metafórico primario de esta asimilación, sino también en el sentido de que la arquitectura es fuerza, es creación, es acción radical, es una mirada necesariamente positiva. Es más, el ejercicio de la arquitectura debe tener una fuerte componente lúdica, al igual que lúcida.
Muchos hemos participado en mayor o menor medida de esa imaginería oscura en algunos instantes de nuestro pasado.
En contraposición a esta somera descripción del existencialismo arquitectónico, me gusta contraponer la idea, quizás moldeada por el paso del tiempo y una cierta madurez, de la inteligencia, de José Antonio Marina, mucho más energética, luminosa, esta vez de luz blanca, y ligada a la idea del deseo.
El propio Marina, en Las Arquitecturas del Deseo, un libro, me atrevería a decir, de obligada lectura, afirma que en el origen de la cultura está el deseo.3 El deseo nos sitúa ante una infinitud ambigua, y el mecanismo de desarrollo de las tres fases del deseo, es la inteligencia.
Ahondemos un poco en ello.
Marina se propone estudiar la ideología del deseo, clave para entender la cultura actual, que es una cultura de la avidez y de la insatisfacción. El autor argumenta que hay una estructura invisible que origina y da sentido a preferencias, sensibilidades, comportamientos que, en superficie, resultan inconexas.
Por tanto, existe una espiritualidad del deseo, una fuerza motriz relacionada con una energía creadora, la energía de los grandes cambios, de las grandes hazañas. De forma especialmente lúcida, Marina entiende la idea del deseo como una substancia íntimamente ligada a la acción, al hacer.
Tal como la arquitectura es. Una profesión de la acción consumada.
Las tres fuentes de energía de la acción que el autor disecciona, son muy fáciles de reconocer en la arquitectura, la pulsión, el deseo y el proyecto. Sería fácil de establecer una fenomenología del proyecto de la arquitectura en base a estos tres orígenes de la acción que Marina categoriza.
La parte más arquitectónica del texto es la tesis principal del libro es que el autor nos exhorta a pasar del determinismo del deseo al determinismo del proyecto, mediante el cual el deseo se vence a sí mismo. El mecanismo operativo para hacer ese salto, del deseo al proyecto, consiste en saber canalizar la inteligencia. La gran función de la inteligencia, por tanto, no es alcanzar fines, sino inventar fines y, mediante ellos, encelar el deseo para transformarlo en proyecto.
En este salto del deseo al proyecto, se establece una tríada del deseo que debemos considerar para transformarlo. Marina lo llama la teoría de los tres deseos. Curiosamente este triplete es enormemente coincidente con el patrón de empatía que el arquitecto aplica al proyecto de arquitectura y que me permito traducir aquí en un formato más nuestro.
El primer principio del deseo/proyecto, o mejor dicho, ese proyecto de deseo que toda arquitectura debería encerrar, es el del deseo de bienestar personal. Es decir, proyectamos para la sociedad pero proyectamos arquitectura para nosotros mismos constantemente. No podemos proyectar un espacio en el que no creamos, con el que no nos podamos identificar.
El segundo principio es el de la aceptación social. Proyectamos en la sociedad para que sus futuros usuarios obtengan a cambio el plácet de la aceptación, el de formar parte de un colectivo más amplio, e incluso proyectamos para que aquellos que vivan nuestros espacios se sientan distinguidos.
Por último, proyectamos la forma del deseo para ampliar las posibilidades de la acción, proyectamos para ampliar el ámbito de lo posible. Esta es sin duda la gran fuerza del deseo arquitectónico, y la que a su vez, nos debería llenar de responsabilidad.
La arquitectura, una vez conformada y construida, amplía el ámbito de lo posible hasta extremos muchas veces inauditos. Transforma modos de comportamiento que van mucho más allá de las capacidades del puro objeto arquitectónico. La arquitectura transforma la realidad.
Es por ello que la raíz del proyecto arquitectónico es cultural, pero a su vez, su producto final es eminentemente cultural también. Parte de la cultura, para hacer cultura. Y entiéndase aquí la idea de cultural bajo el espectro más amplio posible.
La gasolina que impulsa el deseo en su maduración a la forma de un proyecto, de forma genérica en los texto de Marina y de forma específica en la acción arquitectónica, es la inteligencia. Marina también desarrolla una Teoría de la Inteligencia de la que destacaría por su especial connotación arquitectónica, algunos aspectos.
Como declaración de principios el filosofo es un ferviente defensor de la inteligencia práctica. La inteligencia práctica es superior a la teórica, porque es capaz de pensar posibilidades y después realizarlas. Así de simple y así de concordante con la disciplina de la arquitectura.
Y es que en realidad, no se puede separar la inteligencia de la acción, todo proyecto está encaminado a su realización. Necesitamos fijarnos metas adecuadas y crear hábitos firmes que nos permitan pasar de la decisión a la acción. La inteligencia cuenta con herramientas valiosas que le permiten conseguir sus metas: el sentido del deber, la voluntad y la razón. Otro recurso imprescindible es la creatividad, la capacidad para inventar posibilidades en la realidad y nuevas soluciones a los problemas vitales.
Todo el caleidoscopio de reflexiones de José Antonio Marina parecen estar escritos en clave arquitectónica. En la trastienda de su obra, reluce una asunción positiva y luminosa de una de las palabras que parece que ahora estamos recuperando: ética.
Muy al contrario de la angustia de la ética existencialista, de la que hemos hablado antes, Marina nos propone una fuerza motriz positiva que va mucho más allá de una receta instrumental para manejarnos en estos tiempos complejos.
Marina, en una visión prometedora de superación de los círculos viciosos del presente, se atreve con coraje y pasión a proponer una nueva lectura de nuestra sociedad en forma de dirección positiva a seguir. Me quedo, para acabar, con uno de sus textos más estimulantes.
En nuestra sociedad se enfrentan dos sistemas de creencias: la modernidad, basada en el pensamiento ilustrado, que se define por el culto a la razón y a la ciencia; y la postmodernidad, que identifica inteligencia con creación, y que no confía en la razón, ni en las verdades absolutas. Superando ambas, la Ultramodernidad desarrolla una nueva teoría de la inteligencia cuya función esencial no es el conocimiento sino dirigir el comportamiento para salir bien parados de la situación en la que estamos, y que incluye los sentimientos y los mecanismos de autocontrol de la conducta, la voluntad. Su característica principal es la capacidad de inventar posibilidades en la realidad. Es, por tanto, una inteligencia creadora que inventa fines, los evalúa, elabora proyectos y los ejecuta, una inteligencia encaminada a la acción. Su meta es la felicidad y su culminación la ética.
Seguiremos hablando de esto.
Miquel Lacasta. Doctor arquitecto
Barcelona, julio 2013
Notas:
1 TORRALBA, Francesc La ética como angustia, Editorial Proteus, Barcelona 2013
2 Ídem.
3 MARINA, José Antonio, Las Arquitecturas del Deseo, Editorial Anagrama, Barcelona, 2007