En ocasiones un fragmento esconde las trazas de la totalidad. La vibración del adoquinado, la diversidad de sus escamas, el brillo de la luz rasante sobre el perfil quebrado de todas y cada una de las piezas, el suelo representa de alguna manera el territorio de toda la ciudad, el suelo como conjunto de pisadas, el país como una amalgama de pies. Sin embargo esta imagen se presenta ante nosotros como una contradicción, pues los adoquines no forman parte de pavimento alguno.
En la imagen el suelo vuelve y se transforma en pared, la calle se convierte entonces en cauce y el lecho de las aceras alcanza la altura adecuada ante nuestra mirada. Sobre la urbanización expandida como envés de una arquitectura simétricamente desplegada, una envolvente ligera se separa elegantemente mediante una junta de aire, una linea de sombra, un vacío como elemento de articulación entre la afanosa solidez del pavimento y la altiva delicadeza de la membrana. Si se observa con detenimiento, el panel superior de chapa muestra una abolladura, una señal certera de su fragilidad, un distintivo que recuerda y explica su posición elevada sobre la orilla de la aceras. Sellos de calidad que solo el tiempo puede otorgar.
La arquitectura se presenta cada día a la contienda de lo cotidiano; escribiremos su biografía desde la fricción permanente con nuestras acciones y maniobras. Un fragmento de la batalla podría esconder las trazas de la totalidad. La soledad de la abolladura, su estoicismo, su pequeña presencia circunstancial nos muestra la energía contenida en nuestras calles, las fuerzas detonantes de la metrópoli, la virulencia de uno solo de sus proyectiles. La presencia protectora de los adoquines justifica la tersura fría de la chapa, su arrogancia metálica, su certidumbre más allá de los impactos de la vida, más allá de la batalla cotidiana.
Miguel Ángel Díaz Camacho. Doctor Arquitecto
Madrid. Enero 2015.
Autor de Parráfos de arquitectura. #arquiParrafos