Les decía hace dos semanas a los estudiantes que una de las virtudes que le atribuyo a la arquitectura de Carlos Raúl Villanueva es su ausencia de refinamiento, algo que es difícil de explicar sin restringir el significado de esa palabra. Excluir por ejemplo la idea de esmero, o “cuidado especial” yendo mejor a la de “hacer más fina una cosa” en un sentido restrictivo. Asimilando el refinamiento a lo que exige por decirlo así “un nivel superior”, algo así como una preparación previa para ser entendido o asimilado.
Sé muy bien que el asunto es resbaladizo y que para ser mejor entendido requiere del uso del símil, como aconsejaba un gran filósofo del s. XX. Pero como el símil se me escapa prefiero recurrir a la cultura culinaria, mundo en el que se nos hace fácil distinguir lo refinado de lo directo y espontáneo.
Buen hijo del Movimiento Moderno en segunda o tercera generación, según se miren las fechas y las edades, Carlos Raúl Villanueva proponía sus edificios sin ninguna intención de recurrir a “explicarlos” usando conceptos o especulaciones de orden filosófico. Eran respuestas a problemas derivadas de un saber constructivo, de una capacidad para usar la tecnología disponible, de una poderosa intuición para la toma de decisiones clave y sobre todo de una cultura imbuida profundamente de la vivencia del arte. Y desde esa postura tomaba forma una concepción del edificio que pudiéramos llamar básica, afirmada en su organización general, decisiones constructivas, necesidad de luz en puntos específicos, recorridos, manejo de la cuestión ambiental (ventilación, protección del sol, orientación). Una concepción poco asociada con el grano fino, el detalle, el pulimento en términos metafóricos.
Ese modo de proceder lo acercaba a la figura de Le Corbusier, sin que hubiese en él la ansiedad por comunicar estrategias técnicas que caracterizó al suizo-francés.
Ideología “Moderna”
La atmósfera intelectual moderna quería distanciarse de la explicación y se afiliaba de mejor grado a la descripción de la obra como respuesta a problemas, a requerimientos técnicos. Eso fue exacerbado por la crítica marxista, que de modo explícito o implícito luchó por décadas contra la noción de la arquitectura como Arte. Pero en los setenta irrumpieron en el debate arquitectónico las consideraciones individuales características de la visión artística. Se comenzó a filosofar, puede decirse, Un filosofar que alcanzó su desarrollo más completo desde el punto de vista de la obra arquitectónica con Louis I. Kahn. Y se hace fuerte una visión que floreció en el mundo de la crítica hasta extremos empalagosos, conectada con lo que se ha llamado “posmodernismo”.
Carlos Raúl Villanueva produjo una de sus obras más importantes, el Pabellón de Montreal del 67, en esos tiempos de alejamiento de lo más duro del “moderno”. Podría decirse que ese edificio señala un cierto grado de refinamiento en el sentido que anoté al principio. En efecto, los tres cubos exentos de colores primarios sobre el leve podio con rampas para el acceso hacen pensar en el “minimalismo” que comenzaba a expresarse en los medios artísticos. Pero de esos mismos tiempos es el Museo Soto de Ciudad Bolívar, que poco tiene que ver con una visión minimalista: tiene la llaneza, la condición “directa” de toda su obra.
Lo refinado
En tiempos de la modernidad el refinamiento no tuvo muchos cultores. Si Mies van der Rohe fue refinado, lo fue sobre todo en cuanto al uso de la tecnología del acero y del vidrio.
Su visión estética es un subproducto de esa tecnología, no necesariamente una postura filosófica. Le Corbusier por su parte aceptó de buen grado la rudeza, lo “bruto” (béton brut, concreto “bruto”, es un término acuñado por él). Y su uso del ladrillo de fines de los cincuenta impulsó el “brutalismo” inglés.
En una segunda generación contemporánea de Carlos Raúl Villanueva, la de Carlo Scarpa (1906-78) o Luis Barragán (1902-1988), se dieron, es verdad, desarrollos personales del más alto nivel que hicieron del detalle, de la sutileza en el uso de materiales, del manejo cuidadoso y muy meditado del color y la luz, aspectos que pueden ser vistos como refinamiento en el sentido que anoté al principio. Y me he referido también antes a Alvar Aalto (1898-1976), en cuyos edificios se cuida hasta lo mínimo, a partir de la rica cultura finlandesa del “hacer”; o a Louis I. Kahn (1902-1974) que dejó un legado en el cual, aparte del discurso filosófico, la organización del edificio, lo constructivo, el uso de materiales y la selección de tecnologías, iban de la mano del cultivo del detalle.
Carlos Raúl Villanueva construyó en un medio muy distinto. De escasísima cultura arquitectónica aún si lo comparamos con casi toda latinoamérica. País petrolero mínimo, frágil. Su obra surge de la asimilación de lo que le venía de fuera y la comprensión de las peculiaridades de ese medio. Peculiaridades que la eximen de la continuidad que puede apreciarse en el longevo (1907) Óscar Niemeyer. Y la hacen irregular, con episodios extraordinarios combinados a otros sin aliento. Característicamente venezolana, creo. Y por ello mismo distanciada de un “pulimento”, que no hubiera sido posible en un medio más bien agreste e incivilizado.
Los tiempos han cambiado y la interrelación informática provee una universalidad de barniz, pero irrefrenable. Y sin embargo estamos llamados a profundizar en nuestras experiencias por encima del deseo de estar al día. Carlos Raúl Villanueva nos enseña a ser de aquí.
Óscar Tenreiro Degwitz, arquitecto.
Venezuela, Abril 2010,
Entre lo Cierto y lo Verdadero