El 11 de enero de 1863 Giuseppe Verdi llegó a Madrid para ver su ópera La Forza del Destino en el Teatro Real.
Se quedó bastantes días y vio la ópera varias veces.
Se alojaba cerca del Teatro Real, y así, además de a ver la obra, le dio tiempo a conocer el ambiente del entorno, el mundillo que se formaba en el barrio con motivo de las representaciones y bajo su influencia.
A ese entorno acudían, como ahora, estudiantes del conservatorio, músicos callejeros, mendigos, vendedores de flores y de dulces, etc, buscando unas monedas de los selectos espectadores de la ópera.
Verdi, con su alma de bohemio y su espíritu de buhonero callejero, se complacía curioseando por allí.
Un día vio a un organillero y se quedó unos minutos escuchándole y, sobre todo, viéndole. Un buen organillero madrileño era un espectáculo digno de ver: Su traje de chulapón, su donaire, su alegre giro de manivela rematado con el codo a la remanguillé… Alguien debió de decirle al organillero quién era el insigne extranjero que le estaba viendo y escuchando, porque exageró sus contoneos y su pose de desplante chulesco, ladeó aún más la gorra y moviendo la cadera como en una finta giró la manivela con el codo aún más aparatosamente.
El gran músico (me refiero al italiano) se acercó finalmente a él y le dijo:
-Potrebbe suonare un po ‘più piano?
-¿Eh?
-Piu piano. Piu lento.
Y el italiano acompasaba el tono de voz con un suave movimiento de sus manos para que el madrileño le entendiera.
Finalmente el organillero redujo la velocidad y dejó que la música fluyera más despacio.
Verdi sonrió y le dijo:
-Perfetto. Molto bene.
Y se besó las puntas de sus dedos, indicándole mímicamente lo bien que estaba ahora su interpretación musical.
Echó unas monedas en el platillo y se fue de allí.
Por supuesto que el organillero siguió yendo al Teatro Real durante el resto de su vida. Pero a partir de entonces el organillo exhibía un cartel con su nombre y, debajo de éste, la indicación:
DISCÍPULO DE DON JOSÉ VERDI
Me sirve esta anécdota para plantearme y replantearme mi condición de discípulo.
¿No nos pasa a todos un poco como al organillero, que presumimos de los maestros que hemos tenido, pero que quizá deberíamos reconsiderar nuestro discipulado?
Me explicaré. Como estudiantes de arquitectura nos hemos formado en la escuela con grandes arquitectos. (Bueno; ya sabemos que los más grandes tienden a enseñar en las escuelas más importantes, pero hasta en la más humilde hay maestros, si no célebres, sí muy buenos, muy dedicados y muy dignos de atención).
(Ya me he metido en el primer charco. Me diréis:
«Habrás tenido grandes maestros tú, suertudo. Yo tuve a cada mequetrefe y a cada impresentable…».
Vale; de acuerdo. Sé que la masificación de las escuelas implica que a uno le toque lo que le toque, pero también tengo que decir que, si bien algunos de los docentes no pueden alcanzar ni de lejos la enorme condición de maestros y se quedan en la condición administrativa de profesores, también muchos de los discentes ni desean ni aspiran a llegar a la hermosísima condición de discípulos, y se conforman con la burocrática de alumnos. En primer curso uno es un pardillo y va como un tonto al aula que le toca, pero si, llegado a un cierto curso y nivel, en su escuela hay grandes enseñantes y uno se conforma con lo que le viene más cómodo, lo que le toca o lo que le cuadra con su horario, y no se preocupa de otras cosas, entonces merece lo que tiene).
Embarrado en este charco, en el que supongo que he sido injusto con muchos de los lectores, me vuelvo a plantar en la situación asimétrica y fertilísima del maestro y el discípulo.
Ya conté otro día que por la Escuela de Madrid tuve algunas ocasiones para conocer a Molezún, a De la Sota, a Palazuelo y a muchos otros y no las aproveché. Fui idiota.
Ahora os cuento que a otros cuantos sí que los conocí, y aprendí un montón de todos ellos, y ahora veo que todo ese montón no me ha servido para nada. (Me refiero a que no me ha servido para nada práctico ni tangible. Para lo afectivo personal sí que me ha servido, y mucho).
¿Qué arquitectura he hecho yo? ¿Qué sigo haciendo? Me he plegado a los gustos de los promotores, a la oportunidad económica, a la picardía profesional. He tenido algunas oportunidades de hacer arquitectura de verdad, y creo que no las he sabido aprovechar del todo.
Siempre intenté hacer la mejor arquitectura que fuera capaz de hacer, pero me temo que a menudo me rendí en seguida. La buena intención no fue acompañada de determinación, de fe, de seguridad, y me adapté demasiado fácilmente a lo que se esperaba de mí.
¿Dónde quedan, pues, mis maestros? ¿Qué me dirían ahora? ¿Me comprenderían? Espero que sí. ¿Me mirarían con conmiseración o con desprecio? Supongo que no.
¿Qué arquitectura hemos hecho entre todos durante todos estos años? ¿Qué maestros tuvimos y cómo los hemos honrado y agradecido con nuestras obras? No soy capaz de encontrar el nexo. Está todo demasiado turbio.
Todo se ha ensuciado demasiado.
Al menos el organillero hizo lo que le dijo Verdi. El organillero fue un discípulo fiel y orgulloso. ¿Lo soy yo? ¿Estoy orgulloso? ¿Lo estamos todos?
Y, lo que es aún más vidrioso: ¿Estaría yo en condiciones de enseñarle algo a alguien? ¿Podría yo dar ejemplo de algo.
José Ramón Hernández Correa · Doctor Arquitecto
Toledo · octubre 2013
PD.- Me gustaría muchísimo que comentarais qué buenos maestros tuvisteis, y aprovecharais para decir algo bueno de ellos. (Si os tocó alguno muy malo también podéis desahogaros, pero me haría mucha más ilusión leer elogios y evocar buenos recuerdos). Gracias a todos.