El arquitecto Le Corbusier, apasionado del mar, era también un entusiasta de los transatlánticos.
Cuando realizó su primer viaje a Nueva York, invitado por las autoridades de EUUU, lo hizo a bordo de uno y quedó muy impresionado al experimentar durante la travesía, que la vida de un barco se diferenciaba muy poco de la vida de un Gran Hotel de lujo. Al mar se le eludía, se le ocultaba como a un niño mal educado ante unas visitas de compromiso.
Le Corbusier más tarde -en el libro «Cuando las Catedrales eran Blancas»- escribió lo diferente que sería un viaje en transatlántico acompañado del mar como de un amigo, lo mismo que el viajero de ferrocarril se siente acompañado por el paisaje fugaz. Para ello imaginó un barco con grandes paneles de vidrio que relacionaran al viajero con el submundo oceánico. A través de ellos se observaría la vida de los peces, la flora marina y la belleza de las profundidades. Incluso la maquinaria del barco quedaría a la vista, para instruir a los interesados en los secretos de la navegación.
Algo parecido ocurre en las grandes urbes actuales. La ciudad cotidiana no gusta. Fragmentada funcionalmente, con distancias enormes entre las distintas actividades que contiene, recorrida a gran velocidad en automóvil, ha dejado de interesar y se la ignora, se la esconde, lo mismo que al mar en el ejemplo anterior. El individuo se aísla en su propio microcosmos, lo que le conduce inevitablemente a la soledad y a la melancolía. Se vive en la ciudad a pesar de ella misma, ocultándola tras visillos y cerrojos, igual que el mar oculto, como decía Le Corbusier, a bordo de un transatlántico.
Afortunadamente existen ciudades bellas y luminosas, acogedoras y habitables y cada vez hay más interés y sensibilización por parte de la ciudadanía en el diseño y recuperación de nuestras ciudades.
Quisiera incidir en dos ideas esenciales:
– La primera consiste en que es fundamental que participen las mujeres. Junto con los hombres, a la hora de planificar, de buscar soluciones, de gestionar recursos, de estar presentes en la toma de decisiones, en definitiva, de hacer ciudad.
– La segunda es transmitir mi convencimiento de que los lugares públicos de la ciudad no deben de ser entendidos como meros reductos residuales entre bloques, o entre el paso veloz de los vehículos, espacios degradados, terrenos de nadie…Sino como lugares de encuentro del ser humano consigo mismo, con los demás y con el medio en el que habita, expresión de la cultura de un pueblo y representación de las aspiraciones de una determinada sociedad.
Lugares que van conformando nuestra propia identidad a través de la memoria. Y es con la memoria con la que evocamos recuerdos buenos y recuerdos malos, según las diferentes experiencias espaciales. Los recuerdos buenos están ligados a la emoción, al afecto, a la belleza. Al hecho de habitar. Son los lugares que permanecen, los que reconocemos, los que añoramos… Los que constituyen “el alma de la ciudad”. El «alma» es lo que se ve, lo que se percibe, lo que se siente.
En definitiva, construyamos nuestras ciudades con armonía, con sosiego, con mesura, y también con pasión. Construyamos lugares para todos y con la participación de todos, hombres y mujeres, ancianos y niños, adolescentes o discapacitados. De forma responsable y solidaria, tanto para el beneficio del cuerpo como del espíritu. A través del diálogo con la naturaleza, desde la sostenibilidad del medio ambiente, con el respeto a la memoria. Lugares para la vida creados desde el interior de la vida, fuera de la contemplación de beneficios mercantilistas u otros intereses similares.
Cristina García-Rosales. arquitecta
madrid. mayo 2012
Nota: Texto escrito a partir de una conferencia impartida en el Ayuntamiento de Donosti (año 2000) para el Grupo de Acción Ciudadana «Las Mujeres y la Ciudad».