Francisco Javier Sáenz de Oíza terminó la carrera de arquitectura en el año 1946 y gracias a su excelente expediente académico se valió de una beca para hacer un viaje de intenso aprendizaje por los Estados Unidos entre octubre de 1947 y noviembre de 1948.
Era una época de absoluta renovación en el mundo. Tras la agotadora segunda guerra mundial, los principales maestros e inventores de la modernidad se encontraban emigrados a América y su actividad se centraba principalmente en las ciudades de Chicago y Nueva York. Los novedosos edificios de cristal, alejados ya de la utopía expresionista, imponían en la práctica un nuevo espíritu de construcción que se alejaba con rapidez del obsoleto modelo de la «ciudad de piedra».
Y Oíza estaba allí para percibirlo. Para «aprender a aprender».
Por un lado se imponía el rey Mies con sus cada vez más influyentes realizaciones y enseñanzas centradas en la ciudad de Chicago. Y por otro, el mago Le Corbusier con su innovadora propuesta para las Naciones Unidas de Nueva York, obra culmen de sus incesantes investigaciones sobre el rascacielos. Ambos sin duda dejarían una impronta importantísima en la sutil inteligencia de Oíza. Ya en España, debido a su fuerte curiosidad tecnológica centrada en el mundo de la máquina, con toda seguridad cultivada en su viaje americano, se dedica de manera autodidacta durante doce años (entre 1949 y 1961) a impartir la asignatura de «Salubridad e Higiene» en la ETSAM. Unas «instalaciones de edificación» transmitidas por el más entusiasta de los Arquitectos. Sus famosos apuntes manuscritos son todavía un mito de toda una generación.
Pero quizás el más significativo legado de aquellos años fue el artículo que escribiera en la Revista Nacional de Arquitectura en el año 1952. Titulado «El vidrio y la Arquitectura». Sus más de cincuenta páginas son un prodigio de lucidez, rigor y fuerza propositiva.
Reconoce con nitidez el «espíritu nuevo» en los nuevos modos de construcción basados en las nuevas técnicas de acero y cristal. Pero más allá de ver en ello una simple moda moderna vislumbra en esa nueva arquitectura un importante valor. Su carácter orgánico, diríamos incluso natural.
Entiende que ante «los nuevos medios, nueva interpretación ambiental». Y escribe elocuentemente:
«Este, no otro, es nuestro momento en arquitectura. Ésta, no otra, la etapa nueva de un vidrio nuevo, un acero nuevo, un aluminio nuevo. Negar la evolución lógica de la forma arquitectónica ante tal influjo es negar la razón de evolución de toda espece viva. Es negar la superación actual del mamut, que, como otro día lo gótico, también tuviera su momento de apogeo. Es, en definitiva, negar lo que verdaderamente hay de orgánico, de viviente, en arquitectura. Principio orgánico que en sí es algo más que esa superficial comparación entre las proporciones de una columna y las semejantes de un hombre.»
Acompaña el texto con dibujos sorprendentes. Compara las vías respiratorias humanas con los sistemas y conductos de aire acondicionado de un edificio. Y el sistema nervioso central con los sistemas de control de climatización. Establece curiosas equivalencias entre las nuevas técnicas de construcción y la anatomía humana. De este modo, entiende que las nuevas fachadas livianas de acero y cristal asemejan su función a la de la piel humana en su capacidad de transferencia e incidencia en los sistemas de regulación interior.
En el apartado «Hacia una nueva apreciación de lo orgánico» escribe:
«Efectivamente, lo orgánico en arquitectura no es para nosotros lo que como tal se entiende por muchos. Es algo más que la forma ondulante y sinuosa de una planta o el mimetismo de una vivienda con un paisaje o con un producto orgánico. Nosotros creemos en un nuevo orden orgánico, porque la máquina, al establecer en el edificio un nuevo ritmo, una nueva palpitación (ascensor, «respiración artificial», etc.), no niega, sino, al contrario, se aproxima hacia un nuevo y verdadero sentido de la vida. Un sentido de arquitectura, como ser viviente que late y muere a expensas de un corazón, un sistema sanguíneo, unos pulmones… Sin ellos, el ser superior, el hombre, muere. Sin ellos, la arquitectura superior, el nuevo edificio, la nueva O.N.U. -con sus complejos sistemas-, muere también. Las nuevas grandes realizaciones de la arquitectura, todos los nuevos grandes edificios, en su complejidad mecánica, no son, bajo ésta apreciación orgánica, sino esquemas de organismos superiores, y, por ello también, más fácilmente comparables con el ser orgánico superior: el hombre.»
La lección queda aprendida. La complejidad es consecuencia de la superioridad. Los nuevos sistemas técnicos no son sino una respuesta natural a la evolución de la arquitectura de alta cualificación. La particular estrategia material de la arquitectura debería provenir de ello y no del reconocimiento de un determinado estilo.
Su sugerente interpretación «orgánico-evolutiva» de la arquitectura de aquellos años en América podría llevarnos a pensar, por avanzar en sus razonamientos, que el modelo emergente de la «torre de cristal», aún hoy vigente y cada vez más extremo, podría guardar un paralelismo con el eficaz salto a la bipedestación homínida. Con el ascenso a la vertical liberadora. Pudiendo ver así éste momento como una suerte de punto de inflexión en el camino por recorrer.
Aquel viaje de Oíza siguió dando sus frutos durante muchas décadas. Igualando siempre la arquitectura a la vida.
Puede que nunca saldemos la deuda de sus muchas enseñanzas.
Se cumplen diez años sin Oíza entre nosotros.
Sergio de Miguel, arquitecto
Madrid, agosto 201o