Cuando acudí al estudio de José López Zanón (Ferrol, 1926) en Madrid, la calle aún se denominaba Capitán Haya. Allí, en el despacho compartido con Luis Laorga hasta el fallecimiento de éste en 1990, lo primero que me enseñó fue el mapa que ocupaba una de las paredes del vestíbulo: un ejemplar de la Carta Geométrica de Galicia realizada por Domingo Fontán entre 1817 y 1834.
El tamaño de la pieza, superior a los dos metros de alto por dos de ancho provocaba que el vestíbulo quedara dominado por esa representación del territorio gallego. Antes de hablar de sus proyectos, se detuvo un buen rato a explicarme la singularidad del primer mapa construido en España siguiendo métodos científicos, como la medición mediante una red geodésica, empleando como punto cero de las triangulaciones la torre del reloj de la catedral compostelana.
También recordó cómo, además de ese complejo trabajo de estudio, atento a las innovaciones más destacadas que llegaban desde el extranjero, tuvo que realizar un extenso y laborioso trabajo de campo, con recorridos a pie y a caballo por todos los lugares para poder descubrirlos y describirlos al detalle. Así, en la figura moderna de Fontán confluía la idea de progreso, de conducir a su tierra hacia el futuro, con el conocimiento profundo de sus raíces y particularidades, que le daban sentido al trabajo.
El mapa de José López Zanón
En el tiempo que estuvimos observando la pared del estudio donde colgaba la Carta, las palabras de López Zanón hicieron que, sobre el cuidado dibujo de costas y cordilleras, sobre las 4.000 parroquias que el matemático había pisado, se empezara a trazar un nuevo retrato del país: el perfilado mediante las tramas abstractas de puntos y líneas en que su visión ilustrada lo había convertido.
Una segunda retícula, la de las doce secciones en las que se dividió el mapa para su publicación completaba el esquema. Quizá era la más abstracta de todas, pero era la que permitía finalmente, como las teselas de un mosaico, levantar la imagen de un modo completo y coherente. Aquellos ejes paralelos, desdibujados por la superposición de las hojas, nos ofrecían las líneas de soporte, la base ordenada sobre la que levantar el proyecto imaginado.
Antes de pasar al interior del estudio, le comenté que Andrés Fernández-Albalat, en el vestíbulo de su despacho en la Ciudad Vieja de A Coruña, también tenía un ejemplar de la Carta de Fontán ocupando una de las paredes, lo que me hizo pensar en la razón de que esa coincidencia…
¿Por qué, dos arquitectos que se habían erigido en adalides de la modernidad, habían convertido esa ilustración del siglo diecinueve en un símbolo propio, hasta el punto de otorgarle ese espacio tan relevante dentro de sus estudios?
Poco después, cuando el arquitecto comenzó a hablar de sus obras, lo pude entender perfectamente: reapareció la atenta mirada a las innovaciones internacionales, el dominio de la trama como estrategia proyectual, el conocimiento profundo del lugar, revisando la arquitectura vernácula de un modo crítico y reflexivo y, finalmente, las topografías construidas, elevadas como un nuevo paisaje, a la vez tradicional y moderno. Fue entonces cuando el mapa se volvió espejo.