De Conmociones
Hoy hay muy pocas obras en el arte contemporáneo capaces de provocar una conmoción. Parece como si el arte haya derivado hacia una constelación de autorreferencias donde el sujeto artista antepone su subjetividad a toda interpretación posible de la realidad. Es ofensivo en algunos casos como las reflexiones desde el yo, me and myself, no sobreviven a la más leve exigencia sobre el qué o el cómo artístico. En otras palabras, llevamos demasiado tiempo viendo como el artista se antepone constantemente a su obra ante el desinterés general.
Algo, o mucho de eso, ha ocurrido también en la arquitectura y es por eso que en tantas ocasiones el mundo del arte ha funcionado como una especie de predictor del status quo arquitectónico. El dinamismo propio del arte, la capacidad de una obra de ser ejecutada en un periodo de tiempo relativamente corto, hace que funcione como avanzadilla de comportamientos y derivas que en ocasiones se calcan en el mundo de la arquitectura.
De ser cierto, esto no quiere decir ni de lejos, que el arte y la arquitectura estén íntimamente emparentados. Esa liason solamente fue un sueño de verano provocado por las efervescencias nacidas en las vanguardias de hace casi cien años. O en todo caso, el arte y la arquitectura no están más emparentados que el diseño gráfico y el diseño industrial, por ejemplo. Evidentemente participan de ciertas esferas comunes, de otras tangentes y de muchas que ni por asomo pueden asimilarse. Quizás se influyen, pero ni de lejos son las ramas próximas de un tronco común. Para entender definitivamente la distancia entre arte y arquitectura basta caer en la cuenta sobre la imposibilidad de una nueva Bauhaus, por ejemplo.
Sin embargo, sí que hay alguna cosa que comparten el arte y la arquitectura. Esta cosa es la conmoción, es decir el hecho de que por un instante nos sentimos aturdidos y a la vez fascinados por algún tipo de descubrimiento que trastorna profundamente nuestra manera de mirar. Solemos confundir la obra, ya sea artística o arquitectónica, con lo descubierto, cuando en realidad lo que ocurre es que la obra ha funcionado como un catalizador que ha provocado una transformación en nuestro interior. Tras ver una instalación de Anish Kapoor o plantarse de repente y por sorpresa ante un Inocencio X de Bacon, el corazón da un vuelco y la necesidad de respirar profundamente se convierte en un acto reflejo. La obra ha operado un cambio de nuestras estructura internas, nos ha transformado, nos ha conmocionado. Mejor dicho, la expresión en esas obras de la idea de trascendencia nos ha emocionado hasta el límite de provocar una conmoción.
La naturaleza de este sentimiento arrollador viene a tener una primera etapa de desplome, de vacilación en el ser. Es decir, uno siente como se desploman sus estructuras intelectuales y sensibles con el estruendo del desasosiego. La segunda etapa la constituye la reificación, entendida como la transformación en cosa de la figura retórica que representa la obra, como si fuera una realidad. Esta cosificación de la obra produce un automatismo contrario al desplome que consiste en una autoafirmación, una entrada misteriosa de energía creativa de alto octanaje, la parte casi organoléptica de una revelación.
El resultado es el de una profunda transformación interna de las bases intelectuales y sensitivas, acompañada de una incontinencia creativa.
En casi todos los casos este tipo de conmociones provienen de una confrontación directa con una pieza maestra de la arquitectura o del arte. En muy pocos, la sensibilidad del que mira, es capaz de llegar a un nivel tan alto de sofisticación, que le permite experimentar una conmoción en toda regla ante una escena doméstica, la más sencilla que pueda imaginarse.
La capacidad de extasiarse con lo pequeño debería ser hoy una línea de trabajo muy fructífera, el ejercicio de mirar lo reducido, lo ínfimo, lo cotidiano y llegar a encontrar allí lo enorme, lo infinito y lo extraordinario es de todas las capacidades del arquitecto la que debería estar más desarrollada.
De todo esto habla este pequeño texto de Juan Muñoz, un artista con la mirada de un arquitecto. Sólo muy de vez en cuando, uno se encentra ante la desnudez de un texto que habla precisamente de conmociones y que a su vez es capaz de conmocionar profundamente. Sólo muy de vez en cuando uno encuentra expresado en su justa medida lo que debería significar el hecho de mirar una arquitectura. Y quizás más habitualmente de lo que debería ser la norma, un no arquitecto nos da una lección extraordinaria de una manera de mirar arquitectura.
Es difícil encontrar en la obra de Juan Muñoz un lugar, un espacio deshabitado. Sus enigmáticos personajes provocan una carga de profundo desasosiego hasta el punto que todo estalla en una conmoción necesaria. Solamente con una ínfima parte de la capacidad de conmoción de la obra de Muñoz, cualquier arquitecto debería sentirse regalado.
Este texto me acompaña desde hace un cierto tiempo y recurro a él con la ceguera de un adicto…
«Las bisagras de las ventanas. Unas bisagras largas, como no las había visto nunca antes.
Todavía lo recuerdo con todo detalle. Levantarme por la mañana y, antes o después de desayunar (estaba empezando el verano), abrir las ventanas de par en par y contemplar cómo se ocultaban. Como si hubieran desaparecido a ambos lados de la pared de ladrillo.
Las bisagras eran tan largas que permitían que tuviera lugar ese truco de magia. Todavía lo recuerdo. Era sencillo. Tenías que tirar del pestillo de la ventana y apretar ligeramente pero con fuerza hacia fuera hasta que las dos hojas se separaran y después empujarlas hacia delante, hacia el jardín. Entonces, los dos marcos de metal se apartaban y cada uno de ellos giraba gracias a esas bisagras tan largas junto con su enorme hoja de cristal correspondiente y, de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, ya no estaban allí…
Lo que consiguió Mies se parecía a uno de esos trucos de magia. Un acto de desaparición. Ahora, mientras escribo, en este preciso instante, creo haberlo comprendido. Cierro los ojos. Con la mano izquierda me subo las gafas, e inmediatamente después me aprieto ligeramente los ojos con el índice y el pulgar. Durante un segundo, espero, y luego abro los ojos, y miro, esas líneas metálicas rígidas e incómodas ya no están ahí.
Si, lo recuerdo. Las ventanas girando lentamente sobre esas bisagras tan largas… y, de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, desaparecían.»
La vida cotidiana en una casa de Mies van der Rohe.1
La fotografía que acompaña a este texto se corresponde con un fragmento de una fotografía estereoscópica anónima del año 1929. En esta fotografía se observa, como atinadamente comenta Juan José Lahuerta como el Pabellón se levanta no como una cosa, sino como aire nada más, aire enmudecido sobre un pedestal, siempre traspasando sus propias paredes, atravesándose a sí mismo. Virtud terrible, sin duda: encerrada en todas partes, aquí y allá, congelada en su propia perfección de Nada y de Ningún Lugar.2
Precisamente sea la conmoción de ver la Nada en una casa de Mies, lo que Juan Muñoz narra en su delicado texto. El mismo tipo de conmoción, que salvando las distancias, se obtiene al observar la reproducción facsímil del Pabellón de Alemania de Mies que tenemos en Barcelona.
Miquel Lacasta Codorniu. Doctor arquitecto
Barcelona, abril 2012
Notas:
1 Muñoz, Juan. Writings/Escritos, editado por Adrian Searle, Ediciones de La Central, Barcelona, 2009
2 Lahuerta, Juan José. Humaredas. Arquitectura, ornamentación, medios impresos. Editorial Lampreave, Madrid, 2010, pag. 332 y 337