Hacer arquitectura ha venido significando apropiación, presencia y suficiencia. Y desde una indiscutida libertad ha supuesto fundar sin límites para significarse. Adoptando métodos constructivos en los que se ha procedido a extraer, producir, usar y, finalmente, desperdiciar. La obsolescencia ha sido habitualmente inadvertida o, al menos, codiciosamente no apreciada.
Históricamente nos hemos valido de mecanismos de transcendencia que han supuesto un paulatino consumo de todo aquello que nos rodeaba. Con un inaudito e incontrolado sentido de la propiedad y la disponibilidad. Por alguna razón hemos mantenido la falacia de que el planeta entero es nuestro, que nos pertenece globalmente de manera indiscriminada. Pero una nueva era tiene que comenzar; nuestra propia extinción por agotamiento no sólo es posible, sino que resulta cada vez más probable. Las prácticas que habían sido válidas y generalizadas, ahora empiezan a ser poco menos que impertinentes. Se impone otro planteamiento. Menos desprendido. Más consecuente.
Nuestro medio vital es finito, tanto material como temporalmente, y la conciencia de la limitación de los recursos y los ciclos que lo constituyen está llevando a reformular las condiciones en las que la arquitectura puede y debe llegar a ser. La arquitectura no puede suponer ya la creación de futuras ruinas, de residuos pre-habitados.
Tenemos la obligación de entender que los modos lineales de actuación deben dar paso a métodos circulares de adaptación, que los procesos limitados de principio-fin han de sustituirse por sistemáticas ilimitadas de inicio-reinicio. Sabemos que vivimos en una escasez creciente, exponencial, y las dinámicas han de garantizar una responsable sostenibilidad. Una constante regeneración.
Hacer que un arquitectura nazca de otra ya existente de manera cíclica, que la materia y el pensamiento se sucedan a sí mismos, que se puedan de alguna manera perpetuar, no es sólo conveniente, empieza a ser urgente.
Pero el reto resulta complejo, las muchas inercias del pasado dificultan la implantación de mecanismos capaces de ser veraces y efectivos. Al igual que el medio ambiente natural, el medio habitable artificial habrá de conseguir altas cotas de reproducibilidad. La preservación de nuestro entorno será una cuestión de equilibrio entre lo que podemos hacer y lo que nos permitirnos destruir. La edificación de artefactos arquitectónicos habrá de contemplar los efectos tanto de la construcción como de la demolición, del montaje como del desmontaje, de la utilización como de la reutilización. Todo uso de materia tendrá que ser susceptible de posibilitar el mínimo residuo y, como consecuencia, una progresiva descontaminación. Y ello no se puede realizar sin un cambio generalizado de mentalidad, sin una nueva puesta en escena.
Más allá de reconocer las condiciones imperantes a considerar lo que entendemos por Arquitectura, con mayúscula, va a seguir siendo necesaria. Su utopía pragmática, tan propositiva como capaz, habrá de desarrollarse, facta non verba, en la satisfacción creciente del más difícil todavía.
Sergio de Miguel, Doctor arquitecto
Madrid, Octubre 2022