En la década de los setenta un grupo de bailarines se propuso poner a prueba los límites de la danza. Abandonaron los teatros y salieron a actuar a la calle a experimentar las relaciones que podían establecer con la ciudad mediante acciones improvisadas, inesperadas y provocadoras, moduladas en cierto modo por el azar y con una clara voluntad de interacción con el espectador.
En 1970, en su pieza “Man walking down a side of a building”, Trisha Brown planteó ensayos experimentales en la escena urbana. En esta ocasión, un hombre caminaba por la fachada de un edificio sujeto por un arnés. Este desafío a las leyes gravitatorias constituía una cruda metáfora sobre la caída y el desequilibrio, pero también sobre la rebeldía y la ambición de apropiarse nuevos territorios. La danza conquistaba lugares imposibles y espacios inauditos, escenificando las aspiraciones del ser humano por despojarse de la gravedad. Así, el hombre intentaba abarcar, con ciertos matices oníricos, una realidad urbana que le sobrepasaba pero de la que se sentía profundamente atraído. Una ciudad que empezaba a cuestionar sus límites cartesianos, que no era comprensible en su totalidad pero que ofrecía espacios para la expectación, volviéndose flexible a los ojos del artista.
Dos años después, de nuevo Trisha Brown, presentó “Roof piece”. Un grupo de bailarines ocuparon varias azoteas del SoHo de Nueva York. El primero de ellos realizaba una serie de movimientos que eran captados y reproducidos por otro dispuesto en una azotea vecina. Y a su vez, este hacía lo mismo con el siguiente y así sucesivamente. Al final lo que se producía era una transmisión de movimientos, con las consiguientes pérdidas y variaciones realizadas en el tiempo y en el espacio. Y todo ello en una escena formada por antenas, depósitos, chimeneas y escaleras; todos aquellos residuos que la civilización había tratado de esconder en las azoteas y que ahora era tratado de un modo cautivador.
Con estas dos intervenciones, la danza no sólo buscaba espacios alternativos al interior de un teatro, sino que rastreaba otras experiencias posibles en el paisaje urbano. Y en esa búsqueda, creaba una segunda arquitectura, sutil, efímera, invisible, formada por todas aquellas huellas que iba tejiendo el artista y que tan sólo se registraban en la memoria. Se trataban de acciones fugaces y transitorias, que no aspiraban a permanecer y que tenían claros antecedentes en las primeras intervenciones dadaístas. Ese flujo invisible es el que recrea el bailarín apropiándose espacios cotidianos puestos en valor por el movimiento del cuerpo, que los va acotando, comprimiendo, desplazando o diluyendo en base a una coreografía más o menos improvisada.
Más allá de establecer una relación con el entorno, la danza pone en valor una dimensión narrativa, dramática, en la que el cuerpo se enfrenta no solo al contexto urbano sino a una sucesión de aproximaciones íntimas que le permiten establecer transiciones entre su propio cuerpo y el universo exterior. Un espacio entendido como una extensión epidérmica, que a pesar de ser exterior todavía sigue perteneciendo en cierta medida al cuerpo y que no atiende tanto a las leyes de la métrica como a las de la emoción. En ese sentido, el bailarín encuentra en su contacto con lo cotidiano espacios para la soledad, para la intimidad, el amor, el sufrimiento o la desesperación.
En otras ocasiones, el bailarín se enfrenta a un edificio construido, geométricamente muy determinado, y siente la necesidad de reinterpretarlo proponiendo una lectura alternativa, no prevista por la coreografía teórica del arquitecto. A través del movimientos y dislocaciones descubre un segundo espacio en el que evidencia aspectos que no resultaban obvios en una primera aproximación; flujos, desvíos, barreras virtuales, huellas, aceleraciones,… así como una relación trascendente con las texturas, la luz, la sombra, el peso, la ligereza y con todos aquellos elementos que inspiran a un cuerpo a moverse o a permanecer en reposo a través de unas coordenadas magnéticas, ocultas en la arquitectura y que están constituidas por una serie de trazos que van construyendo la memoria del lugar.
La interacción del bailarín con la ciudad pone de manifiesto el deseo intuitivo del ser humano de moverse, de avanzar y transitar por «una arquitectura entendida como percepción y construcción simbólica del espacio»,1 formando líneas virtuales que van hilvanando la geografía urbana.
Y nos podríamos preguntar el sentido último de este transitar por el espacio urbano. Carlo Levi , en otro contexto, decía:
“Si la línea recta es la más breve entre dos puntos fatales e inevitables, las disgresiones la alargarán; y si esas disgresiones se vuelven tan complejas, enredadas, tortuosas, tan rápidas que hacen perder las propias huellas, tal vez la muerte no nos encuentre, el tiempo se extravíe y podamos permanecer ocultos en los mudables escondrijos”.2
Se trata en cierta medida de elaborar una lectura psíquica de la ciudad a través del movimiento, al igual que promovían los situacionistas en el París de los años 60. Y ese caminar produce cartografías invisibles, líneas que se disuelven en el vacío, espacios que ya nunca volverán a ser los mismos.
Notas:
1 Francesco Careri, Walkscapes. Camminare come pratica estetica, Ed. Einaudi, 2006.
2 Introducción de Carlo Levi en La vita e le opinioni di Tristram Shandy, gentiluomo de Laurence Sterne. Ed. Einaudi, 1990.
Artículo publicado en el suplemento Artes&Letras del Heraldo de Aragón el 27/06/2013.