Toda obra de arte, no importa su mayor o menor valor relativo, aspira a mantenerse intacta a través del tiempo en espera de ser vista, leída, ejecutada, representada. Y precisamente por eso, para conservarlas y protegerlas del paso de los años es por lo que existen los Museos y las Bibliotecas.
Pero con la arquitectura la situación es diferente. Se supone en ella la capacidad de resistir al tiempo, cuando en realidad el uso, el desgaste, la afectan de un modo muy importante, y a pesar de que se supone en ella una vida larga, no siempre tiene la capacidad de resistir con dignidad el paso del tiempo1. Con frecuencia el modo como se construye puede terminar facilitando su deterioro y con él la imposibilidad para cumplir con los fines para los cuales fue creada. Y no existen instituciones dedicadas a conservar la arquitectura porque lo que se supone es que la sociedad, consciente del valor patrimonial de lo construido, hará lo necesario para que permanezca con la frescura de sus primeros tiempos. O para que se adapte con ventaja a nuevos usos, asunto con frecuencia imposible porque el costo de la conservación supera muchas veces la inversión para construirla. Abundan en el mundo importantísimas arquitecturas abandonadas a su destino, expuestas al desgaste y a la acción de los elementos. Así que puede decirse, aunque parezca paradójico, que la arquitectura está más expuesta al envejecimiento y al abandono que cualquier obra de arte.
Si se trata de la arquitectura de las instituciones (religiosas, militares, culturales, educativas, políticas, rituales) puede haber más oportunidades para su conservación, sobre todo en sociedades culturalmente maduras, pero en el ámbito doméstico la situación es mucho más problemática. Porque una casa, por ejemplo, es vivida por dueños distintos y cada uno de ellos se siente plenamente autorizado para modificarla como le convenga. Pueden contarse por miles o decenas de miles en el mundo, las casas que pese a su valor como experiencia arquitectónica, han sido modificadas hasta hacerlas irreconocibles, como comenté la semana pasada a propósito de Craig Ellwood.
Topamos entonces aquí con la paradoja de que la permanencia en el tiempo que se supone propia de la arquitectura, no está acompañada de una resistencia frente al abuso y la modificación.
Todos los arquitectos hemos pasado por la experiencia de ver una obra nuestra, aunque sea relativamente reciente, castigada hasta límites absurdos por el mal uso, la mala gestión o el puro y simple irrespeto. Y no siempre se trata de encontrar culpables sino de entender mejor esta dimensión de nuestro arte: que sufre los vaivenes de una vida que puede ser difícil a raíz de la cual se hace vieja más allá de lo previsible.
Comienza además, junto al descenso del interés por el edificio un proceso acelerado de obsolescencia, si no en términos de uso sí en los de su trascendencia, o, como hemos dicho muchas veces, su vocación patrimonial, su capacidad para ser visto como objeto que nos pertenece a todos. Se transforma en una pieza más del continuum urbano.
Esa desaparición en la urbs es característico de la arquitectura. Afecta a lo exitoso y admirado, más aún si es moda pasajera, como ocurrió con el posmodernismo3 y hoy con la arquitectura del espectáculo; también a lo más convencional, que sufre la tendencia natural del edificio a subsumirse en la ciudad. Y si se dijese que esa absorción en la ciudad es precisamente lo que se busca, como ocurre con el arquitecto que trabaja en contextos históricos delicados o cuando por razones ideológicas se evade toda autoria y se busca el anonimato, ambas intenciones son sin embargo ansias de una individualidad que terminará siendo olvidada. O sea que ninguna intención del arquitecto supera el peso del tiempo. En resumen, toda arquitectura pierde individualidad, duerme en la ciudad, la digiere la vida.
Como consecuencia de todo lo dicho queda claro que los arquitectos en cierto modo luchamos contra el olvido. Reconociendo, como estamos obligados a reconocerlo, que lo que hacemos en algún momento se nos escapará de las manos y será objeto de un destino incierto, estamos obligados a comportarnos como si se nos fuera el alma en cada experiencia. Y digo esto sabiendo que en muchos casos esa exigencia resulta imposible cuando compite con la necesidad de subsistir que impone sus reglas y vence la expectativas más altas. Pero si persistimos aprenderemos en clave más sabia que nos hemos formado en una disciplina difícil en la que no faltan aspectos plenamente ingratos. En una sociedad como la venezolana, por ejemplo, si por una parte estaremos conscientes de que nuestras intenciones se enfrentan a obstáculos casi insuperables, nos corresponde entender nuestro trabajo como una prueba de tenacidad.
Se trata de hacernos conscientes de que la progresiva toma de posesión de la arquitectura por la normalidad urbana, una forma de olvido (o de trascendencia en lo más amplio), sólo puede ser superada por lo excepcional, lo simbólico, lo monumental (aunque lo sea sólo por su tamaño y no por su valor artístico, otra paradoja), lo venerado popularmente. Lo demás queda oculto, oscuro, hasta que, el desarrollo económico, social y cultural de una sociedad, decide reconocerle un valor gracias a la aparición de puntos de vista que quieren ser más inclusivos, más completos, conscientes de lo que a primera vista no había sido tomado en cuenta. Eso ocurre en el caso de sociedades culturalmente maduras, económicamente dotadas para volver una mirada respetuosa hacia la arquitectura4.
Hay que entenderlo, vivimos en la persecución de un arte que se hace esquivo. Es, como decía Le Corbusier, una botella con un mensaje, lanzado al mar.
Óscar Tenreiro Degwitz, Arquitecto.
Venezuela, octubre 2013,
Entre lo Cierto y lo Verdadero
Notas:
1. No es sólo venezolana sino universal, aunque aquí sea particularmente fuerte, la tendencia que la gente tiene de modificar la arquitectura de sus casas, hacerle agregados, apropiarse de los espacios que el edificio original dejaba intactos. Es lógico suponer que la razón de ese afán modificatorio, que se da en todos los niveles económicos, es la de afirmar un modo de vivir que exige de un conjunto de características que en cierta manera forman parte de la personalidad del propietario. Son cosas de muy distinto tipo, desde detalles hasta características más generales en las que la persona desea dejar su huella. Mostrar lo que se es, fijar un territorio.
Esa tendencia a modificar y dejar huella se hace más fuerte a medida que hay más dinero para hacerlo, llegando en ese caso a hacerse peligrosa por agresiva. En los sectores más pudientes, en efecto, es casi inconcebible dejar una casa recientemente adquirida tal como ella era originalmente y sólo ocurre así cuando se trata de una edificación patrimonial, en cuyo caso los nuevos propietarios están asumiendo un compromiso. Así sucede de modo relativamente frecuente en los Estados Unidos cuando se trata de obras de arquitectos muy reconocidos, pero en nuestros países tendría que tratarse de una edificación “protegida” lo cual es raro que ocurra en el sector privado. En un medio como el venezolano lo común es un nuevoriquismo más o menos desafiante que busca mostrarse a toda costa modificando a voluntad la arquitectura.
2. Si vamos hacia más lejos, cabe referirse por su carácter emblemático, a la forma como se transformaron las casas de la Cité Frugés, de Le Corbusier, cerca de Burdeos, hecha notar en publicaciones de hace años, y que impresiona hoy de todos modos cuando uno, como es mi caso, la aprecia en fotos recientes. Me las envió José Manuel Da Silva, colega venezolano residente en esa ciudad, incluyendo unas de ciertas secciones del conjunto que fueron rescatadas en su estética original por parte de propietarios más conscientes, de un nivel cultural más alto.
Como en la nota de hoy reflexiono sobre la transformación de la arquitectura, ese ejemplo se pone muy a la mano porque muestra la fuerza que tiene la tendencia de la vida urbana de, en cierto modo, “tragarse” a la arquitectura, aunque se trate de la mejor y la más ejemplar.
Por una parte uno puede pensar que si eso le sucede a una obra de Le Corbusier en un país tan culturalmente avanzado como para ser capaz de darle a la arquitectura todo el valor que tiene, es muy poco lo que podría esperarse en un contexto como el nuestro.
Pero también hay lugar, y fue eso lo que hicieron los ideólogos del posmodernismo, para decir que la transformación de las viviendas de la cité Frugés era una prueba irrefutable del esfuerzo “moderno” por hacer vivir a la gente dentro de arquitecturas que no respetaban las aspiraciones “naturales” de la gente. Y eso lo dijeron cuando había también espacio, como lo sigue habiendo hoy, para pensar que lo que ocurrió allí no fue sino un ejemplo de la dificultad general por apreciar la dimensión más trascendente de la arquitectura, la artística desde luego, que exige aproximarse a ella, utilizarla, respetando o valorizando (aún en la modificación) las premisas que le dieron forma. Una de ellas en este caso fue la del techo plano, cuya estanqueidad y aislamiento térmico, con los recursos disponibles entonces y aún después, incluyendo el período de la guerra, era un aspecto técnico problemático. Los techos planos de la Cité Frugés, en resumen, habiendo surgido de una afirmación estética también suponían una apuesta tecnológica. Se trataba de un reto que en Francia tropezó durante décadas y hasta bien entrada la posguerra con la inadecuación de la industria de construcción francesa. A eso se debió sobre todo, más que a un tema de preferencias estéticas, el que la gente techara las terrazas planas con pintorescos techos de tejas que aún sobreviven, incluso renovados.
3. En todo caso, si es posible acusar a la crítica posmodernista de haberse dejado llevar por un espíritu “light” cediendo a la presión de la moda y así acusar al punto de vista moderno de todos los males, también podemos agradecerle que el techo inclinado y en particular el techo a dos aguas haya pasado de ser considerado anatema, desde la perspectiva del Movimiento Moderno (excluyendo los techos de una pendiente de Alvar Aalto), a ser visto con benevolencia. La insistencia de arquitectos como Aldo Rossi, por ejemplo, de hacer del techo de dos aguas una especie de icono simbólico que fue diseminado por el mundo con extraordinario éxito, tuvo mucho que ver con su revalorización, pese a que, por ejemplo en nuestro medio tropical, marcado por la tradición del alero y la protección del corredor sombreado, el techo inclinado cubierto de “tejas romanas” o “tejas españolas” nunca fue mal visto, como lo atestiguan en el caso venezolano, las arquitecturas de Diego Carbonell y Tomás Sanabria, Gustavo Legórburu, Fruto Vivas, Klaus Heufer, Oscar Carpio y muchos otros, quienes bien conscientes de la herencia moderna del techo plano, no lo manejaron sin embargo con carácter de canon estético ni hicieron ideología con ello, sino lo tomaron como una opción. En América en general fue así, y en América del Norte en particular Frank Lloyd Wright, que hablaba en tono despreciativo de “Mrs. Flatroof” fue siempre un encarnizado y efectivo defensor del techo inclinado.
4. Puedo ser acusado de culpable de modificar la arquitectura que nos pertenece, porque mi casa, proyectada por mí y construida en 1965-66 ha sufrido importantes cambios, hasta el punto de que he hablado de ella diciendo que ha sufrido una metamorfosis. ¿Por qué entonces le niego derecho de modificación a otros si yo mismo lo he ejercido de modo radical? Y la respuesta está en que para mí el proceso de cambio ha sido algo parecido a una constante revisión por superposición y adición, de lo que la casa fue en los tiempos iniciales, manteniendo las claves de su potencial trascendencia. Esa ha sido la base de una actuación que creo libre de pecado. Las modificaciones fueron hechas en un espíritu análogo al de la propuesta original.
Podría decirse que eso está garantizado si se trata del mismo arquitecto, pero también sucede y ha sido así en muchos casos cuando se trata de otro arquitecto atento a la conservación y la potenciación de las virtudes originales.
Parece un juego de azar el que determina el destino de la arquitectura. Si conservará su singularidad como experiencia artística o se verá absorbida, anónima, en la cotidianidad urbana. Nos corresponde ser consecuentes con esa indeterminación para evitar que nos afecten propósitos inflados, expectativas falsas, ídolos sin fundamento. No es el brillo aparente del éxito lo que da la pauta (no todo lo exitoso es lo que merece trascender), sino una mejor comprensión de lo que somos. Tarea que descubre la precariedad, la común insuficiencia de nuestra intenciones. Y lo más importante: desnuda los mitos sobre los cuales se funda con frecuencia nuestra formación y nuestra experiencia.