Alvar Aalto (Kuortane, Finlandia, 1898; Helsinki, 1976) fue el gran maestro juvenil de la arquitectura moderna, muy posterior a Frank Lloyd Wright, pero también a Le Corbusier y a Mies van der Rohe, de edad semejante entre ellos e intermedia entre los dos primeros. Y podría decirse así, sin demasiada exageración, que con las obras de estos cuatro nombres lograríamos sintetizar muy expresivamente lo que se ha considerado como más importante de la arquitectura de la revolución moderna, que ellos inventaron como los protagonistas principales que fueron, sacando a la arquitectura del eclecticismo y el historicismo sistemáticos y exacerbados que habían caracterizado a la que fue propia del siglo XIX.
Alvar Aalto fue, pues, el más joven de los reconocidos como «grandes maestros«, y también aquél que, sin abandonar la arquitectura moderna propiamente dicha, la enriqueció considerablemente. La modernidad había sido relativamente plural en su inicial consolidación, en el período de entreguerras, pero triunfó y se consolidó definitivamente, no por medio de todas las tendencias, sino mediante la que fue realmente triunfante y que se conoció como «racionalismo», o, luego, «Estilo Internacional». (O bien «funcionalismo», si se prefiere, y si pensamos en el modo de hablar común en los ambientes menos profesionales). Esta tendencia vencedora puede definir muy bien tanto a la obra de Le Corbusier como a la de Mies van der Rohe, ambos campeones de dos de las modalidades de ella, próximas pero distintas.
Aalto estudió en Helsinki y fue alumno de arquitectos que representaban entonces lo que se conoció en los países nórdicos como «romanticismo nacional». Pero al iniciar la profesión se incorporó al llamado «nuevo clasicismo», que se oponía a lo anterior, que capitaneaba el arquitecto sueco Erik Gunnar Asplund, y que practicaron todos los arquitectos nórdicos y jóvenes de aquel tiempo. Al llamado romanticismo opusieron, pues, un estilo de clasicismo simplificado y modernizado, bastante anacrónico en realidad, aunque no exento de aciertos, y que los caracterizó durante algún tiempo.
Pero la arquitectura moderna se había iniciado en Europa casi en el mismo momento de esta práctica, por lo que los jóvenes nórdicos la fueron abandonando para ejercer las tendencias nuevas. Alvar Aalto (con su mujer Aino Marsi, también arquitecto y ambos ayudantes de Erik Bryggman en Turku y en sus primeros años de profesión) fue de los primeros y de los más rápidos en hacer este cambio y en practicar el racionalismo en obras ya bien significativas, como fueron el edificio para el periódico de Turku (1928) y el Sanatorio antituberculoso de Paimio (1929). Este último fue conocido ya entonces, al publicarse en algunas revistas europeas. Una arquitectura blanca, geométrica, de formas relativamente simples pero de expresión funcional y estructural, variada, y pintoresca, de volumen exento y libre, hizo ingresar a los Aalto en la arquitectura moderna, casi oficialmente, podríamos decir. Y muy concretamente en lo que los estadounidenses llamarían, años adelante, el «Estilo Internacional».
Pero a los Aalto los caracterizó enseguida una arquitectura más compleja aún , en la que podría decirse que las bases románticas y clasicistas de su juventud no habían desaparecido del todo, y a la que se incorporaron también recursos e ingredientes de lo que se llamó el «organicismo», entendido éste, sobre todo, como aspiración a seguir en el diseño arquitectónico algunos principios que se extraían fundamentalmente de las leyes de la naturaleza, biológica y telúrica, e interpretadas por medio de analogías instrumentales. Todo ello sin que se perdieran tampoco los fundamentos racionalista y funcionalista en que se habían basado para ser modernos, y obteniendo así una arquitectura formal y espacialmente más rica y matizada, que se consideró como portadora de un nuevo humanismo, y que fue enseguida muy admirada. Esta etapa puede considerarse representada por tres grandes obras maestras, muy celebradas y muy distintas, la Biblioteca de Viipuri (entonces en Finlandia y hoy llamada Viborg y en Rusia, 1930-35) la lujosa vivienda unifamiliar en el campo llamada «Villa Mairea» (Pori, 1937) y el Pabellón finlandés en la Exposición Internacional de Nueva York de 1939. Estas tres obras, todas ellas de la época inmediatamente anterior a la Segunda Guerra Mundial, han de considerarse como las que definen bien esta primera «edad de oro» de la arquitectura aaltiana, quizá la mejor de todas, al menos en el juicio de algunos.
Por causa del Pabellón finlandés de Nueva York, extremadamente original y brillante, los Aalto fueron conocidos en Estados Unidos. Incluso el propio Frank Lloyd Wright, que no prodigaba los elogios, fue a visitarlo expresamente, y dicen que una vez dentro, exclamó entusiasmado:
«Alvar Aalto es un genio».
Este conocimiento hizo que los estadounidenses, algo más adelante, le libraran a él y a su familia de la segunda guerra ruso-finlandesa (una de las dos guerras simultáneas a la segunda mundial) y que se lo llevaran allí a dar clase, visita que se repitió después de acabado el conflicto y que le valió el encargo del edificio de dormitorio para residentes mayores y de posgrado en el M.I.T, en Boston (1946-49). Este edificio, muy original y atractivo, compuesto mediante una planta en forma ondulada, fue también enseguida uno de sus iconos.
La arquitectura del «Estilo Internacional» (el funcionalismo, a la postre) se convirtió inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial en el estilo de las democracias, aceptada por Estados Unido y por Gran Bretaña, y casi oficialmente proclamada para evitar así la continuidad de una práctica, la del clasicismo tardío, que había pasado a considerarse propia de soviéticos y de alemanes; es decir, de rojos y de nazis. Esto no era verdad, pues las arquitecturas oficiales de Estados Unidos y de Gran Bretaña habían sido igualmente clasicistas hasta la guerra mundial, pero así son las cosas, o así se cuentan.
El caso es que, simultáneamente con este triunfo oficial, la arquitectura racionalista fue revisada y contestada por algunos arquitectos y grupos significativos, entre los que se encontraban algunos de los países nórdicos, y, muy concretamente Alvar Aalto, ya enormemente admirado y dotado de gran prestigio. Concentrándonos en él, Aalto creía que, al menos en algunas ocasiones y lugares, la arquitectura moderna, sin dejar de existir como tal, podía y debía admitir algunos recursos, instrumentos y elementos de la arquitectura tradicional o histórica, enriqueciéndose así con ello y adecuándose más a determinados usos y emplazamientos. Puede decirse que lo más representativo, conocido y celebrado de esta actitud fue el Ayuntamiento del pueblo de Saynätsälo (Finlandia, 1949-52), construido en un ambiente plenamente campestre, y concebido como un moderno palacete en torno a un patio; esto es, tan moderno como tradicional, edificado con ladrillo y piedra berroqueña y con cubiertas inclinadas. Es una obra muy atractiva y brillante, enormemente conocida y admirada desde entonces, y cuyo prestigio no ha decaído. Ha de hacerse notar que esta tendencia y este edificio fueron especialmente importantes para los arquitectos españoles, sobre todo para un grupo significativo de arquitectos madrileños, seguidores en buena medida de las posiciones aaltianas.
Pero, dicho esto, sería el momento de advertir que los Aalto fueron con todas estas obras los introductores de un moderno y consciente eclecticismo. Esto es, de una actitud que no está demasiado interesada en la fidelidad a un estilo definido, ni siquiera en la fidelidad a nada realmente estilístico, sino que busca, por el contrario, resolver los problemas planteados en cada edificio, identificando, mediante la atención al programa, al necesario carácter de cada institución y a las características del lugar, aquélla arquitectura, casi siempre compleja y matizada que cada caso concreto provoca y requiere. Esto es lo que explica, a la postre, las diferencias tan grandes entre las cinco obras maestras citadas y entre todas las demás.
También es importante distinguir al joven maestro moderno de los otros tres grandes en otro aspecto. Aalto no fue, ni se presentó nunca, como una suerte de demiurgo, de salvador de la humanidad mediante la arquitectura, y cosas semejantes, que sí podemos aplicar, en mayor o menor medida, a los otros tres. Aalto fue más un profesional puro, excepcionalmente dotado, pero más corriente, casi «de provincias», podríamos decir; en el sentido de que daba a las obras el tratamiento que cada una verdaderamente se merecía y que hizo así muchas obras normales, ordinarias, sin gestos heroicos, y que solo en la observación atenta se manifiestan como de muy alto nivel. Eso le ha convertido en algo más cercano para todos, y concretamente para sus compañeros, aunque su virtuosismo y su brillante y asombrosa habilidad hiciera que no haya tenido, casi, discípulos.
Pero esto no debe hacernos creer en que se entregara a nada próximo a lo vulgar. Aalto fue un arquitecto extremadamente preocupado por la reflexión acerca de la naturaleza de la arquitectura, por su significado social y cultural, por el valor intelectual de sus instrumentos,… y llevó la reflexión a sus obras con eficacia y atractivo. Aalto pensaba en las leyes naturales como posible aplicación a los edificios, así como en el valor de la historia y el de las tradiciones. La reflexión acerca de la naturaleza le llevó a no estimar los habituales mecanismos arquitectónicos de la repetición y la igualdad, que en la naturaleza no se producen, y a utilizar la geometría racional, desde luego, pero siempre sin abusos, evitando por ejemplo el paralelismo sistemático, o los esquematismos inherentes a las composiciones lineales, típicas de la modernidad. Tuvo mucha estimación por lo telúrico y por lo topográfico: el hecho de que la tierra es discontinua, diferente en cada uno de sus puntos, se trasladó a sus obras en lúcidas interpretaciones conceptuales y plásticas. Identificó también algunas formas apriorísticas, para él superiores a otras; pero, lejos de la estimación de las figuras geométricas regulares, como ocurrió con el renacimiento o en el caso de Le Corbusier, puso su aprecio, por el contrario, en figuras irregulares y naturalistas, como fueron las formas onduladas y las formas en abanico, que utilizó con gran profusión, habilidad y diversidad.
Puede decirse que no hubo tópico que evitara y combatiera, y de esos combates sacó la mayor parte de sus valores. Aunque no ha de confundirse esto con el desprecio por las convenciones, pues como lúcido y sabio que era, respetó el valor que en la arquitectura tienen. Y todo lo hizo con una extraordinaria habilidad para el diseño de cualquiera que fuese el objetivo, lo que le llevó también, como es bien sabido, y desde el principio de su carrera, a ser un atractivo diseñador de muebles. (Lo eran ambos, su mujer y él, colaboradores en todo; pero Aino murió prematuramente después de la segunda guerra mundial. Él se volvió a casar, años después, con Elisa, también arquitecto y empleada suya en el estudio).
Para dar una idea suficientemente completa de Aalto sólo dos cosas faltarían por señalar. La primera, la del reconocimiento de la discontinuidad que la arquitectura tiene. Para Aalto la naturaleza de la arquitectura no es siempre la misma, como se había dicho al hablar de su eclecticismo; y, así puede cambiar incluso en un mismo edificio, como de hecho lo hizo en muchas de sus obras, que integran o compatibilizan dos modos diferentes, a menudo opuestos, de entender la forma arquitectónica. Tantas obras (Casa de Cultura de Helsinki, Biblioteca de Seinäjoky, Apartamentos en Bremen, Ópera de Essen…) tienen como su principio fundamental ese acuerdo, o esa confrontación, entre arquitecturas opuestas.
La segunda es el haber sido, junto con algunos otros maestros, uno de los proyectistas que basaron su inspiración en las formas ilusorias. Esto es, el haber elegido manifestaciones de lo imposible, de lo ilusorio, de lo maravilloso o lo mágico, de lo real o materialmente inexistente, en fin, como pretexto fértil para inventar la nueva arquitectura. La representación ilusoria de la naturaleza, la multiplicación mágica del sol, la desaparición de la gravedad,… son algunas de las muchas y atractivas ilusiones empleadas por Aalto para hacer su arquitectura. Esto es, para trasladar el lenguaje figurado, los tropos y las metáforas, a la concepción de los edificios, uniendo así arquitectura y literatura, o arquitectura y lenguaje, en un insólito abrazo. Cierto es que Asplund o el mismo Le Corbusier también lo hicieron, y que ello habla por lo tanto de una interpretación de la arquitectura moderna tan poco estudiada como verdaderamente importante.
La obra de Aalto se ofrece, pues, como una de las más importantes y seductoras de la arquitectura moderna. Tanto es así que su prestigio continúa incólume: le vemos como uno de los que son ya clásicos y más valiosos, pero también, y todavía, como uno de nuestros contemporáneos.
Antonio González-Capitel Martínez · Doctor arquitecto · catedrático en ETSAM
Madrid · febrero 2016