He proyectado muchas casas para clientes a quienes la arquitectura jamás les había interesado, y que no tenían ninguna formación ni ningún criterio especial acerca de ella, ni se habían planteado nunca ninguna cuestión sobre ella hasta ese momento de hacerse su propia casa; una casa que, de repente, despertaba la necesidad de “ser especial” y de “decir algo”.
En todos ellos se daban dos circunstancias que me parecen opuestas. Por más veces que haya sido testigo del fenómeno aún me llena de perplejidad.
La primera es la de diferenciarse de los demás. Era su casa, su vida, su identidad y su personalidad. La casa tenía que ser única.
La segunda es la de tener los mismos clichés que todo el mundo. Ninguno admitía nada ni remotamente novedoso ni distinto a lo que ya conocían.
La solución a esta dicotomía es imposible. Es “hacer lo que todos pero para ser diferente a todos”. Y a lo único que lleva tal planteamiento es a hacer lo que todos pero más: Más grande, más veces, más retorcido.
Es muy común (incluso entre gente muy culta) buscar la excelencia por acumulación. No les digas aquello de “menos es más”. Menos es una pena, un desastre, una vergüenza. Nadie se hace una casa para que los vecinos le compadezcan. Se la hace para que le envidien, o, por lo menos, para que le tengan en consideración.
A veces he pensado en esto con rabia y con impotencia, pero creo que es una cuestión digna de reflexión. Normalmente los arquitectos nos sentimos superiores a nuestros clientes, les hacemos su casa casi con displicencia y no intentamos penetrar en la cuestión.
Yo he intentado entenderlo, pero confieso que no lo consigo. Lo que sí tengo claro es que ni es un fenómeno despreciable ni nuestros clientes son bobos, ni nada parecido.
La exclusiva y exquisita formación plástica que se nos da a los arquitectos en la escuela no sirve ni ante estos clientes que se quieren hacer su propia casa ni ante el promotor-tipo que pretende hacer varias para vender. Es una pena que tiremos por la borda nuestra formación y hagamos casas malas. Lo estupendo sería entender a nuestro cliente (no convencerle, no “educarle”: entenderle), y ser capaz de hacer arquitectura no sólo pese a todo eso, sino con todo eso y gracias a todo eso.
A modo de ejemplo os muestro el alero de una casa que hice. Ni lo diseñé yo ni me gusta. En el alzado de proyecto (ya hecho al gusto del cliente) es completamente liso. Pero, ya en obra, el dueño diseñó con gran trabajo y aplicación ese adorno y se lo explicó a los albañiles. Y quedó tan orgulloso de él que cuando enseñó su casa terminada a sus familiares y amigos hacía más hincapié en señalarles ese alero que en todo lo demás. Había descubierto el placer inefable de diseñar y de hacer realidad el diseño.
Pero ocurrió algo inesperado: Su alero gustó tanto a todos que temió que se lo copiasen, y me preguntó si yo sabía cómo se podía patentar. Satisfecho porque por fin me necesitara para algo, pero completo ignorante del asunto, indagué y le hablé del Registro de la Propiedad Intelectual, pero le advertí que ese alero no era una obra novedosa. Me dijo que, efectivamente, no eran suyos ni el sistema constructivo ni el criterio, sino ese exacto diseño, precisamente ese.
Desde luego no es algo patentable ni registrable. Él mismo era consciente de que había hecho el típico alero de toda la vida, pero al mismo tiempo había hecho un alero nunca antes visto: El suyo.
Todavía le doy vueltas al asunto. Yo soy yo. Nunca antes ha habido nadie exactamente igual a mí. Y, sin embargo, soy muy parecido a muchísima gente. En ese abismo de la identidad, la mismidad y la similitud naufragan muchos filósofos y nos ahogamos muchos arquitectos.
José Ramón Hernández Correa · Doctor Arquitecto
Toledo · febrero 2013
José Ramón…creo que has entrado a formar parte del diseño.
El Arquitecto -como bien dices..- siempre se ha considerado una raza superior, mas preocupado de dejar huella y realizar su obra, que escuchar al cliente, entenderlo, resolver sus necesidades personales y relacionarse con él de tú a tú.
Ese terreno es el único que conozco, el Diseñador de Interiores es justo lo que has descrito..el tipo que contacta con el cliente, lo estudia, pregunta, se involucra y resuelve, además de soportar situaciones inverosímiles como la del alero!.
Ahora que los Arquitectos estáis mas cerca de los «comunes mortales» comprobáis como es la realidad cotidiana de otros profesionales y me alegro de esto enormemente, puesto que desde que acabé mis estudios no he podido relacionarme en «colaboración profesional» con vosotros dada vuestra posición de Líder de la manada.
Siempre digo que la humildad y la honestidad deben cubrir nuestra cabeza para no levantar los pies del suelo.
Buen artículo y un saludo
Tomo nota: Jacques Ranciére, «El reparto de lo sensible», LOM.
En mi artículo digo expresamente que el cliente no es bobo ni nada parecido, y entono un «mea culpa» por la falta de comunicación.
Aparte de eso, la arquitectura no es un fenómeno estético. Quiero decir no especialmente estético (es tan estético como cualquier otro, pero no más).
Pues personalmente no puedo estar de acuerdo con las reflexiones del autor del texto, especialmente al hilo de la «exquisita formación plástica» que según él recibimos los arquitectos. Creo que en las últimas décadas se han producido revoluciones en el concepto de «la estética» que no han llegado más que muy anecdóticamente a la cultura arquitectónica española: la universidad sigue instruyendo una idea completamente arcaica de lo que es «la plástica» que en otras disciplinas no puede producir, a estas alturas, más que sonrojo. Si digo que la estética no tiene nada que ver con la belleza probablemente la mayoría de los lectores me tomarán por un snob o un cateto, pero s digo además que ni siquiera la belleza tiene nada que ver con la belleza, seguramente dejarán de leer este comentario.
Pero el hecho es que la complejidad de los procesos estéticos (que son, en mi opinión «lo concerniente a lo fenoménico en cuanto fenoménico»; y no otra cosa) se escapa completamente a los arquitectos, que continúan con un rígido credo formal que, paradójicamente, consideran «racional» pese a que la evidencia empírica les demuestra lo contrario: las fricciones con el cliente no son por cuestiones de «gusto» más que en la medida en que el gusto remite a instancias más profundas. Por ejemplo, la idea de «presencia» con toda su complejidad. O la idea de «diferencia» y su dialéctica con la «repetición». O el maravilloso concepto del «reparto de lo sensibl» y mil criterios más que son moneda común en otras disciplinas (desde el diseño de interfaces digitales hasta la clasificación filogenética de especies) mientras el arquitecto, engreído en la desfachatez del sabelotodo, sigue creyendo que (y dejémonos de eufemismos) su cliente es idiota. Mal vamos si seguimos por la senda de la soberbia. ¿Por qué los peluqueros no tienen esos problemas, y los arquitectos sí? ¿Será porque el arquitecto es «demasiado genial»?
Estas críticas no van dirigidas al autor del texto sino a la profesión en general, cuya pompa autolaudatoria resulta, a estas alturas, intolerable. Muchas disciplinas se han «puesto al día» en su instrumental crítico y de juicio mientras los arquitectos siguen dormidos en los laureles de su formulario «menos es más» que, de verdad, ha perdido completamente la razón de ser. Un saludo.
La inmensísima mayoría de arquitectos no tenemos nada de divino (afortunadamente).
Así es. A veces somos un incordio más que otra cosa. A veces es muy difícil el entendimiento cliente-arquitecto.
Interesante asunto. Cuando le haces la casa a un cliente particular, siempre participa en el diseño de una forma u otra. Lo que le quería éste es impedir de alguna forma que alguien le copiara el alero. No quería generar royalties, sino tener un arma legal para obligar a quien le copiara a deshacer lo copiado. (Esto es sorprendente, porque él, que tampoco había inventado la pólvora, sino que se había inspirado en mil modelos, había querido hacer «algo único». Según ese mismo espíritu, nadie le querría copiar, porque todos quieren hacer «algo único», que, por otra parte, es siempre lo mismo).
Gran articulo que nos acerca a la realidad y nos aleja de lo divino en la arquitectura.
Como siempre, has dado en el clavo. Te traslado mi felicitación.
¡Qué cliente más creativo! Como ha cuidado la serie ordenada del muestrario de azulejos en el centro de cada rombo: la cruz estrecha, el aspa, el cuadradito, la cruz ancha… y vuelta a empezar.
Permíteme que me autocite con la anécdota que publique en mi blog en el post «Les darán la Edificatoria por decreto, pero no lo llamen Arquitectura»:
Una vez oí decir a un cliente que enseñaba a sus amigos una vivienda unifamiliar que acababa de estrenar: “Todo lo que veáis en mi casa que os guste, se me ocurrió a mí y le dije a mi arquitecto que lo pusiera… y todo lo que no os guste, es porque él se empeñó en ponerlo…”
Luis Jurado
Muy curioso lo que cuentas José Ramón. Al respecto nos gustaría comentar dos cosas:
– nosotros estamos trabajando en la implicación de los clientes en el proceso de diseño por medio de las metodologías del Design Thinking. Se trata de hacer un consenso entre nuestros conocimientos técnicos y nuestras propuestas espaciales, con las necesidades, gustos y búsquedas emocionales de los clientes. Sin duda es un tema complicado pero a la vez nos encontramos generalmente con resultados muy satisfactorios y con una implicación mucho mayor del cliente en su propio espacio construido.
– por otro lado creemos que debemos pasar del tiempo de la competición al tiempo de la colaboración y este que cuentas es un caso muy curioso sobre las necesidades de reconocimiento personal de autoría del diseño que ya deberíamos ir superando. ¿Por qué crees que tu cliente quería patentarlo: por reconocimiento, generación de royalties, …?
Un abrazo y enhorabuena.