Daoíz y Velarde son los nombres de los dos leones que flanquean la fachada principal del congreso de los diputados en Madrid. La imagen majestuosa de ambas fieras fundidas en bronce en la Real fábrica de artillería de Sevilla, se ha convertido en uno de los iconos más fotografiados de la capital.
La historia de Benavides y Malospelos, que es como los madrileños apodan cariñosamente a uno de los símbolos más visibles de la democracia, se remonta a una vieja polémica surgida el mismo año en que el edificio, proyectado por Narciso Pascual y Colomer, fue inaugurado en 1850. El emplazamiento de los leones estaba destinado inicialmente a dos grandes, y al parecer algo patosas farolas, que levantaron en su momento airadas críticas de los señores diputados y la población en general.
Ante la magnitud de la reacción, se encargó a Poncio Ponzano, autor a su vez del frontispicio del congreso de diputados, que esculpiera con los cañones incautados en la guerra de Marruecos de 1860 una pareja de fieros guardianes del palacio del pueblo. Se da el caso antes de optar por el bronce y ante la terrible situación económica del país, que se esculpieron dos leones en yeso, con una pátina de bronce, ante la imposibilidad de realizar las esculturas en mármol u otro material más noble. Incluso esa versión pobre de los leones llego a ser instalada en el lugar actual, pero las condiciones climáticas hicieron que las piezas empezaran a degradarse muy rápidamente.
Ante la elevada suma pretendida por Ponzano, se encargaron de nuevo las fieras al escultor José Bellver, dos felinos de escala mucho más reducida, esta vez en piedra. La chirigota popular y la desproporción de las figuras, decían que parecían dos perros rabiosos, más que dos leones, crearon un fuerte rechazo desde el mismo momento en que se instalaron en su emplazamiento y rápidamente fueron vendidas. Finalmente, y saliéndose con la suya, se volvió a Ponzano para, esta vez sí, aprovechar la incautación de dos cañones de la guerra con Marruecos y fundir las piezas.
Aparte de la historia rocambolesca de las piezas escultóricas, más cercanas al sainete que a la planificación acertada de los símbolos de un país, ¿Cuál es la naturaleza de la razón por la cual se plantan dos representación gigantes del considerado, el animal más fiero y majestuoso de la naturaleza, justo delante del las cortes, más tarde congreso de los diputados?
No hay otra respuesta posible que la de simbolizar un poder, es decir, abocar en ciertos signos del lenguaje arquitectónico y escultórico toda la carga significante de lo que la democracia es, o debería ser. De hecho, más que un símbolo o varios símbolos, podría hablarse de un sistema de símbolos lo que da a los edificios que atesoran la soberanía popular una dimensión extra.
Para empezar, en el caso del congreso de diputados, los leones simbolizan la grandeza, no exenta de agresividad, del espacio que están guardando, justo a sus espaldas. Su presencia dignifica e indica claramente que el edificio que contiene las esencias de la democracia debe ser preservado de cualquier ataque externo. Es por ello, que a modo de guardia de seguridad, los leones apostados en la entrada principal, inmediatamente codifican un mensaje lanzado a la población. Aquel que intente derribar los pilares de la soberanía popular será pasto de los leones.
Sabemos que las banderas, los escudos, la majestuosidad de ciertos edificios representativos, etc., son mensajes simbólicos que salvaguardan el ritual de lo democrático. El fascismo también tiene la lección bien aprendida. Sabemos igualemnte que los nuevos edificios surgidos con el proceso autonómico en España, sedes parlamentarias en su mayoría, han sido emplazados en antiguos edificios religiosos, cuarteles militares en desuso, mansiones e incluso conservatorios. Es decir, en una gran mayoría, edificios donde las piedras aportan un relato al devenir de la democracia.
Es interesante como en muchos edificios de nueva planta, de las decenas y decenas que se han realizado en el país desde la restauración de la democracia, especialmente ayuntamientos de nuevo cuño, se mantiene el balcón, es decir, el lugar donde antiguamente los representantes de las villas y ciudades daban sus discursos a la población. Y sin embargo, es evidente que hoy día nadie usa esta plataforma arquitectónica para dirigirse a los ciudadanos. Otro símbolo.
Una de las situaciones más comprometidas es sin duda cuando se debe realizar un nuevo parlamento o cuando se decide trasladar un edificio garante de la democracia de un lugar a otro. El caso de Reichstag, el parlamento Alemán, está trufado de decisiones que van más allá de la oportunidad funcional, los criterios de diseño para realizar una labor concreta o consideraciones energéticas o técnicas igualmente necesarias.
Tras múltiples vicisitudes iniciales el edificio parlamentario del pueblo alemán, diseñado por el arquitecto Paul Wallot, se inauguró en 1894. Entre otras perlas simbólicas, al Kaiser Guillermo II le molestaba soberanamente que la cúpula diseñada por Wallot tuviera 75 metros, 8 metros más alta que el Palacio Real de Berlín, con 67 metros.
En términos contemporáneos, la decisión de reinstaurar el Reichstag en Berlín después de años con sede en Bonn, debido a la partición de Alemania en dos bloques tras la segunda guerra mundial, ya indica la profunda carga simbólica del emplazamiento. Berlín, la ciudad partida, debía ser la sede, tanto por tradición histórica, como por la capacidad de codificar un fuerte mensaje simbólico, de la reunificación de un país entero. Igualmente, fue motivo de muchas idas y venidas la hoy famosa cúpula de cristal del edificio. Planteada como un elemento puramente simbólico, en referencia a la cúpula del Wallot, Sir Norman Foster se opuso rotundamente hasta que cedió. Por cierto un inglés realizando el parlamento alemán, viene a ser otro símbolo de la voluntad alemana de auto-perdonar su pasado.
De todas formas, el acto quizás más insólito y profundamente simbólico que ocurrió en el Reichstag fue la performance del artista búlgaro Christo, que durante 2 semanas, entre finales de junio y principios de julio de 1995, envolvió literalmente el edificio con tela ignifuga y cuerdas, rememorando así el incendio provocado por los nazis la noche del 27 al 28 de febrero de 1933. Por encima de cualquier previsión, la contundente acción artística atrajo a más de 5 millones de visitantes y dejo en las arcas de la ciudad cerca de 1.000 millones de marcos. De repente, un edificio sin demasiada apreciación por parte del pueblo alemán y con una historia llena de dificultades, se convertía en el símbolo de la reunificación. Una especie de edificio empaquetado, que a modo de regalo, era ofrecido al pueblo.
A partir de ahí, el proceso de remodelación y el éxito popular y por supuesto simbólico, fue incontestable. Desde su inauguración en 1999, ya sea para subir a la famosa cúpula de cristal o para acceder a las sesiones parlamentarias como público, el parlamento alemán ha acogido más de 20 millones de visitas.
En resumen, un edificio que alberga el pacto de lo común, como podríamos llamar a la democracia, ya sea en la forma de un parlamento, de un ayuntamiento, un cabildo, o cualquier otra cosificación de la democracia en piedra, debe reunir y saber transmitir elementos que transcienden su propia función democrática.
Son edificios que simbolizan un pacto entre iguales.
Miquel Lacasta. Doctor arquitecto
Barcelona, junio 2013