La historia de la humanidad principia con la arquitectura, porque sólo puede brotar la sociedad cuando el hombre decide buscar refugio en una cueva. Con ese sutil acto de atravesar la abertura de la cueva, exento de toda ceremonia y desconociendo su trascendencia, ese homínido esencial inicia la arquitectura. Y no se limita a llenar la cueva con su presencia, sino que decide ocuparla, creando las condiciones que la hagan habitable; en primer lugar, aclimatándola con el fuego, y posteriormente, decorándola con escenas de caza, como si se tratara de un común espacio doméstico de los años 60.
Así, lo que comienza siendo una mera apertura en la roca para resguardarse de las fieras y el frío, se convierte en un hogar donde socializar, donde bajo la protección de esa arquitectura -elemental y plena al tiempo-, puede empezar a preocuparse por establecer vínculos. Es la arquitectura la que permite que surja la sociedad que tenemos.
Debe ser cierto que uno ama como lo amaron en la infancia, con el deseo inexorable de regresar a lo conocido. Y la arquitectura, que ya hemos dicho que es la primera expresión social, sin la que la humanidad no habría podido surgir, tiende a regresar cíclicamente a ese origen desnudo. Son numerosos los ejemplos de arquitectura horadada en la roca, negando los fuegos de artificio de la nueva construcción, y palpando únicamente la manera de resolver la necesidad de refugio de sus habitantes. Desde los asentamientos en la Anatolia Central, en Turquía, o las casas-cueva en Matmata, Túnez; hasta propuestas más recientes como la de Chillida para Tindaya o el vacío enterrado del jardín de Noguchi para la plaza del edificio Chase (Nueva York). Incluso el Panteón de Agripa cabría definirlo de este modo, como una gruta con un umbral superior y vertical por donde sólo accede la divinidad.
Esta arquitectura excavada presenta la virtud de poder concentrarse en construir el espacio, en abandonarse a la plasticidad de lo ancestral e ignoto. Por volver a Noguchi,
“Si una roca es escultura, también lo es el espacio entre varias rocas y el que hay entre la roca y el hombre. Incluso la comunicación entre ambos es escultura”.
Y arquitectura, añadiríamos. Porque acaso la arquitectura no sea más que la escultura que ha asumido su labor social.
Es, por otra parte, una renuncia expresa a la parte más ensimismada de la arquitectura; es negar su lado propagandístico, camuflándose con el entorno, como si esta forma de construcción pretendiera disuadirnos con la idea de que estos espacios hubieran existido desde siempre, sin la fútil intervención del hombre.
Siendo así, pues, que la arquitectura surge a través de hacer habitables estas aperturas en la propia roca, no podemos imaginar otra forma de proyectar un Museo de la Arquitectura que volviendo a sus orígenes mismos.
Una mera grieta en la roca
Es lo que hace Amanda Levete cuando le encargan el proyecto para el MAAT (Museo de Arte, Arquitectura y Tecnología), en Lisboa; planteando una leve –levísima- ondulación del terreno, sobre la que se abre –de forma natural- una grieta que sirve de acceso a esa cueva espontánea. Y ese gesto –sin aparente esfuerzo- sirve de protección y amparo frente al exterior, cobijando en su interior la historia misma de la Arquitectura, y diluyéndose en el perfil del Tajo, sin obstruir las vistas del resto de la ciudad, con la generosidad que sólo tiene la arquitectura virtuosa.
Y, al tiempo, dotando de un elemento comunitario a la misma gruta, conocedora de que fue en una de ellas donde se conformaron los primeros roles sociales: la cubierta del MAAT es, efectivamente, elevación del terreno, espacio árido de roca, y por tanto, un peñón idóneo para realizar celebraciones y actos colectivos. Se crea una plaza desde la que contemplar la desembocadura del Tajo o hacer skate, y bajo ella se modela la arquitectura misma, en forma de Museo en este caso.
Pasear por el exterior del MAAT es recuperar la esencia de la arquitectura, es comprender su inherente e irrenunciable función social. La arquitectura es, lo es desde su mismo origen y lo debe ser, material constructivo de la sociedad. Y lo es, paradójicamente, de un modo inmaterial. Todo cuanto proyectamos tiene en el núcleo de su esencia al hombre –como bien intuyó el Renacimiento-, y sólo de ahí puede surgir la Arquitectura.
Pasear por el interior del MAAT es hacerlo a través de las formas orgánicas de la placenta, una regresión uterina por donde fluye la vida, porque para hablar de la historia de la humanidad quizá baste hablar de la vida de uno sólo de los hombres. Como intuía Stanley Kubrick, el anhelo del hombre de las galaxias es regresar a la caverna.
Somos apenas como los fantasmas de Javier Marías, insistiendo en volver a los lugares que habitamos y conocimos, en búsqueda permanente de asilo espiritual. Y eso lo ha entendido nítidamente Amanda Levete, proyectando una cueva para hablarnos de la proto-arquitectura, para remitirnos –una vez más- a la gravitas de nuestros orígenes.
El afilado lápiz de un arquitecto como García-Manzanares vuelve a abrir una grieta en la manera, novedosa y brillante, de ver la arquitectura que nos rodea. Y por ella entra la luz para mirar, de otra manera, la obra de Amanda Levete