Eran tiempos agitados… en todos los sentidos. El 13 de enero de 1936 se inauguró en Barcelona una exposición de Pablo Picasso compuesta por 25 obras realizadas entre 1908 y 1935, que incluía pinturas, pasteles, acuarelas y papier-collés. Era un conjunto extraordinario que había seleccionado el propio artista, que ya llevaba tres décadas viviendo en París y quería que su obra se conociera en España. La mayoría de las piezas eran de su propiedad y el resto de coleccionistas de su entorno, como el galerista Pierre Löeb -que jugó un papel determinante pues fue en su local donde se reunieron las obras-, Maurice Raynal, Tristan Tzara, Christian Zervos y Marie Cuttoli.
La exposición, organizada por la muy activa asociación de Amigos del Arte Nuevo (ADLAN), viajó a Bilbao en febrero y a Madrid en marzo. Se intentó que llegara también a Málaga y Tenerife, pero no fue posible. Luego volvió a París sin que se hubiera vendido ni una sola pieza. Reconstruirla sería ahora imposible; de alguna tela incluso se desconoce su paradero. Lo que sí es posible es buscar las trazas que dejó. Esto es lo que ha hecho ahora el Museo Picasso de Barcelona en la muestra titulada Picasso 1939, las huellas de una exposición, que recoge todas las pistas que dejó aquel evento, aunque no estén los cuadros.
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J.M. Martí Font
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