Un buen día Jaume Prat, autor de Arquitectura entre otras soluciones, Rodrigo Almonacid, autor del blog de r-arquitectura y yo nos pusimos a charlar en Facebook sobre el mítico pabellón de Barcelona. No tengo ni que decir que me resulta siempre estimulante charlar con estos dos compañeros. Pero es que esta vez fuimos algo más lejos y nos emplazamos a escribir un artículo cada uno y publicarlos simultáneamente, cada uno en su espacio. De manera que, para mi gozo y orgullo, el artículo que sigue está ligado o emparentado a los de Jaume y Rodrigo.
Cuando Lola Flores actuó en el Madison Square Garden de Nueva York el crítico del New York Times escribió:
“Lola Flores no sabe cantar, no sabe bailar, pero no se la pierdan”.
Pues algo así me pasa con el famoso, mítico, venerable pabellón de Alemania que diseñó Mies van der Rohe para la Exposición Universal de Barcelona de 1929, una de las piezas clave de la historia de la arquitectura moderna:
“No es un pabellón, no es arquitectura, pero no se lo pierdan”.
Porque todo eso que no es, todas las cualidades que no tiene, todas esas negaciones son en definitiva argumentos para una afirmación ulterior.
No es un pabellón de una Exposición Universal porque no expone nada. Alemania montó en aquella Expo otro pabellón «convencional» para exponer cosas. Este era otra historia: un mero “sitio” (¿sitio?) para recibir al rey de España y para tenerlo allí un rato, incluso para que se sentara (de ahí la no menos famosísima silla Barcelona, concebida como un trono, uno de los tronos más irreverentes de la historia, en el que, por cierto, el rey no llegó a sentarse), sin el agobio de los cachivaches que se exponían en el pabellón-pabellón, en el pabellón de verdad.
Tampoco era “arquitectura” en el sentido de un recinto “cerrado”, acotado, con una función utilitaria clara. Era arquitectura en el sentido de espacio, de espacio configurado con elementos construidos. Eso sí. Pero el espacio resultante era abierto, inacotado, sutil, variable, dinámico. No era un espacio confinado. No era el interior de una caja, como solía ser lo normal. No era un espacio cartesiano (x, y, z). No; no era un “espacio”. No era “ese tipo de espacio”.
Los elementos constructivos eran la luz, el brillo, el reflejo y la transparencia
La percepción de todo aquello era laberíntica y confusa, con recorridos laterales y soslayados.
El rey no debió de enterarse de nada. Acostumbrado a la arquitectura áulica, ese paseo que le dieron por esa construcción “inacabada” y “fría” debió de parecerle muy desagradable.
Su autor, ese “arquitecto” tan raro y tan frío, era un fervoroso lector de Oswald Spengler. Por aquella época tenía La decadencia de occidente subrayadísima y con muchas notas en los márgenes. Spengler tenía una visión muy pesimista del tiempo actual, en una cultura ya agotada, que había dejado de serlo hacía ya mucho tiempo para convertirse en civilización, y que había perdido ya la oportunidad de tener un gran arte que le diera voz. También decía Spengler que lo trágico es el tiempo, nunca el espacio.
Es muy posible que Mies, obsesionado por ese malestar spengleriano, y queriendo encontrar una postura válida en esos tiempos decadentes y finales, buscara una «negación constructiva», por llamarlo de alguna manera, un «no hacer», un «hacer lo mínimo esencial» y luchar así contra ese sentimiento trágico de la vida creando un espacio puro, no alterado por elementos “expresionistas” ni “personales”. Acaso buscara que esa frialdad, paralela a la suya personal, resolviera de una vez el gran problema de la arquitectura expresiva, de la belleza convulsa.
Como los artistas de De Stijl, el arquitecto proponía un artefacto limpio, que se deshacía en planos puros organizados en ángulos rectos. Como ellos, el arquitecto entendía que esta forma de obrar reducía la componente trágica –expresionista, personalista y temporal– y, al restar la expresión angustiada –formas alambicadas, adornos, exabruptos y jeribeques–, el resultado se serenaba y solucionaba buena parte del problema existencial del ser humano y, por lo tanto, del problema estético del artista y del problema espacial del arquitecto.
Hagamos un rapidísimo flash: (Perdón por la simplificación, pero no tengo sitio para más).
1.- Frank Lloyd Wright rompe la caja constructiva. Hace unos techos planos muy bajos que levitan sobre las paredes (hace tiras de ventanas en la parte superior de los muros para producir ese efecto) y vuelan mucho, proyectándose fuera de la caja. Las paredes también se pasan de largo en los cruces y en las esquinas. La caja se abre y el espacio fluye.
2.- De Stijl sigue esta línea. (Robert van’t Hoff, uno de los fundadores del grupo, había conocido a Wright y por entonces estaba muy influido por él). Pero da un paso más hacia la abstracción, hacia la inmaterialización de esos planos que deshacen la caja. Lo que en Wright era textura matérica y tectónica en De Stijl es pureza inmaterial. Si los materiales de construcción de Wright eran el ladrillo, la madera, la piedra… los de De Stijl son el blanco –sobre todo el blanco–, el amarillo, el rojo, el azul y el gris, con algunos toques de negro. Esos planos inmateriales y abstractos descomponen la caja constructiva en elementos (en el sentido de “elementos químicos”; es decir, en componentes básicos).
3.- Mies van der Rohe bebe de Wright y de De Stijl. Bebe a grandes tragos. Con el pabellón de Barcelona rompe la caja como los neoplasticistas holandeses, pero, a diferencia de ellos, dota a los planos de una materialidad nítida. Mies no construye con blanco, amarillo, rojo… sino con mármol travertino, con ónice, con acero cromado, con vidrio, con agua, con tejidos. Sin embargo, tampoco es la rotunda materialidad de Wright. Mies hace en Barcelona una operación retorcida. Yo diría incluso que sibilina. Como en otras ocasiones, miente para decir algún tipo de verdad.
(En ese exquisito y descarnado uso de los materiales. Mies le debía muchísimo a Lilly Reich, a quien no se le suele dar la importancia que tiene).
Para empezar, los muros no son de ónice. El ónice es un mero chapado. Y para seguir, los muros no son ni siquiera muros. No resisten cargas. Son meras pantallas que aparentan la pesadez y la rotundidad de los muros, pero podrían ser perfectamente de papel.
Esto molestó a Wright, a quien el pabellón le gustaba mucho. (“¿Pero por qué pone este hombre esos estúpidos postes?”). Y es que para Wright un muro es un muro, y recibe la carga, y no necesita soportes a su lado, casi pegados a él.
¿Qué hombre hecho y derecho necesita una carabina? ¿Qué héroe necesita guardaespaldas?
Por otra parte, el travertino es una piedra muy porosa y no es idónea como suelo. El agua es una mera laminilla sin profundidad. Hay una “linterna de vidrio” opal que rodea un lucernario y forma una especie de “tubo de luz” un tanto ambiguo…
Los materiales en Wright son lo que son, sin trampa ni cartón. En De Stijl no hay materiales; todo es de cartulina. En Mies, mil veces más sinuoso, los materiales son muy “vistosos” y parecen “tectónicos”, pero son de mentira. Quiero decir: son verdaderos, pero forman planos tan abstractos e inmateriales como los de De Stijl. Como hemos dicho más arriba, los verdaderos materiales del pabellón de Barcelona son la luz, el brillo, el reflejo y la transparencia.
Son «efectos» en un pabellón «efectista». (Al fin y al cabo, en un pabellón sin uso se trata de eso. Para Zevi el pabellón de Barcelona es la obra maestra de De Stijl, y eso que Mies nunca formó parte del grupo ni cumplió su estricto catecismo cromático).
Después, en América, Mies dará el paso definitivo al abismo de la abstracción, al cierre definitivo de la caja y a la victoria sobre el sentimiento trágico, pero eso es otra historia y ya se contará cuando toque.
Por ahora estamos en Barcelona. Mies es joven (cuarenta y tres años). Le queda una larga carrera por delante. Ya le vemos anticipando su poética negacionista, que desarrollará hasta límites casi intolerables. Ya vemos en 1929 lo que ni es ni quiere ser. El no ya lo tiene, y eso, para empezar, es un sí para todos nosotros.
José Ramón Hernández Correa · Doctor Arquitecto
Toledo · Mayo 2016