La idea que tenemos de los grandes de la historia casi siempre es idealizada o estereotipada. Por eso resulta tan desagradable ver esas películas en las que, Mozart por ejemplo, no articula dos palabras sin hablar de alguna de sus óperas, conciertos o sinfonías. El asunto es bastante ridículo y somete a buenos actores a la misión imposible de representar la realidad cotidiana del personaje en clave siempre trascendental. Es imposible así, imaginarse a Beethoven durmiendo siesta, a Kant tomando un baño, o a Simón Bolívar comiéndose unas buenas arepas.
La antítesis ejemplar de esa visión podemos encontrarla en los Evangelios. Siendo el relato de una parte de la vida de quien el cristiano considera el Dios Hijo, hay en ellos mínima afectación. Más aún, resulta sorprendente que treinta años de la vida del protagonista central se resuman en dos o tres episodios, y que justo antes de su muerte sea representado en trance de duda y con una debilidad humana que comparte con nosotros. Esto podría ser el máximo ejemplo para decir que todo grande es también pequeño. Pero no lo es. Los admiradores insisten en considerar sus ídolos como parte de un paraíso tan solemne, expansivo y hasta estridente como el de algunos pasajes de la Octava Sinfonía de Mahler. Un Paraíso que podría ser insoportable pese a sus momentos gloriosos. Porque el Paraíso supone también paz y quietud, no sólo himnos de alabanza.
Esa actitud admirativa sin matices puede hacer algún daño porque remite el arte a una especie de estado excepcional, lo aleja de las vivencias simples, lo convierte en asunto de elegidos y de seres ensimismados.
Vivir lo cotidiano
Que lo eran en cierta medida, pero no porque vivieran sumidos en la excepcionalidad sino porque supieron intuir caminos vedados a los demás. A partir de un crecimiento íntimo que de ninguna manera los alejaba de lo cotidiano. Y de los errores. Nietzsche llega a decir que
«la imaginación del buen artista o pensador produce constantemente lo bueno, lo mediocre y lo malo» pero «su juicio rechaza, elige, combina»…
lo cual, agrego, no siempre impide que se escape alguna mediocridad.
La admiración sin matices tiene por otra parte el problema de que «congela» al artista y lo convierte en un ser lejano, dotado de una cierta clase de improbable infalibilidad.
Todo esto tiene que ver con lo que en una página anterior mencionaba sobre los momentos mayores o menores en la obra de un grande. Lo mencioné en primer término a partir de la obra de Louis I. Kahn y también en relación a Rafael Moneo. Moneo es un arquitecto de los que están hoy en primera fila y no creo que aspire, por su carácter, porque los tiempos cambian y por muchas cosas que no vienen al caso, a figurar en los niveles de un Louis I. Kahn considerado por muchos como el último «maestro» del siglo veinte. Pero sí viene al caso examinar su obra destacando lo que creemos superior versus los momentos menores.
Desde luego que este asunto tiene que ver con el juicio de valor personal. Que, si tiene poca importancia porque nadie va a situar el valor de un legado como resultado de un sufragio universal, interesa de todos modos en la intimidad de cada quien porque nos deja espacio para identificarnos o no, favorecer o no aspectos de lo consagrado, integrarlo o no a nuestro mundo de afectos y preferencias. La «opinión» personal nada interesa respecto a los consagrados en la historia, pero tiene lugar, nos importa, como señalamiento de la dirección que va con nuestra sensibilidad. Porque convertir al arte en nuestro compañero de vida sólo es posible cuando lo integramos a nuestro modo de ver el mundo, no lo recibimos como imposición o acuerdo sino como resultado de la experiencia personal.
Por eso es posible, sin que reclamemos autoridad como jueces, decir esto sí o esto no. Y tanto más atinada y auténtica será nuestra visión, cuanto provenga de un conocimiento, que por cierto no siempre está a nuestro alcance.
Conocer y juzgar
Y si de conocer se trata, por eso interesan tanto los juicios de valor de los grandes sobre los grandes, porque pueden destruir los consensos de la fama. Como por ejemplo esta reflexión de Wittgenstein sobre el enorme Gustav Mahler. Dice LW:
«Si es verdad, como creo, que la música de Mahler no tiene valor, entonces se plantea la pregunta de lo que él debió haber hecho con su talento según mi opinión. Pues es evidente que para hacer esta mala música se necesita una serie de talentos muy raros…»
¿Tendrían por eso que sentirse violentados los admiradores de Mahler? No lo creo. Podrían más bien pensar que Mahler puede ser visto con otros ojos. Y mientras escribo esto oigo precisamente el final de la Octava:
«el eterno femenino hacia lo alto nos atrae»,
frase esencial engrandecida por la fuerza de esa música «de talento raro».
Uno está pues en cierto modo y guardando todas las distancias, autorizado para decir que Exeter es un edificio en clave menor en la obra de Louis I. Kahn, sin que se nos increpe por ello, o que el Carpenter Hall de Le Corbusier en Harvard es en alguna medida prescindible en el legado de Le Corbusier, que la obra de F. L. Wright desde la Segunda Guerra estuvo en los límites de un kitsch personal, y en algunos casos como en su Iglesia ortodoxa de Milwaukee rozó el ridículo. Que desde la Bauhaus en Dessau, W. Gropius tuvo escasos aciertos (recuerdo a Carlos Raúl Villanueva, en mi presencia junto a algunos compañeros: ¿qué le pasó a Gropius con el edificio de la Panam?). Y así es posible seguir.
Pero me aventuro un poco más y señalo mi distancia respetuosa ante la exagerada fama de Gabriel García Márquez o de su antítesis ideológica Vargas Llosa, autores de obras buenas y muchas menos buenas, lo cual confirma que el Nobel no es un sello de excelencia absoluta ante la que todos debemos inclinarnos. Y no cito otros nombres para no ganarme incomodidades.
Óscar Tenreiro Degwitz, arquitecto.
Venezuela, Julio 2011,
Entre lo Cierto y lo Verdadero