«No deja de ser un hecho significativo que, en la historia de la arquitectura y la ingeniería, las construcciones levantadas a la orilla del mar se hayan destacado en notables ocasiones por su masa y por su expresiva elocuencia. […] Quiere decir, a mi entender, que la línea costera es una zona de máxima tensión simbólica: el mar frente a la tierra; lo llano y lo húmedo, frente a lo quebrado y lo seco; lo blando frente a lo duro; lo arraigado frente a lo desarraigado; el ancla frente al velamen».
Ignacio Gómez de Liaño: Paisajes del placer y de la culpa
Desde la antigüedad, la conquista de la frontera con el mar se ha convertido en una empresa apasionante. Las casas en la costa siempre han tenido una connotación mítica de avanzadilla y baluarte, hecha manifiesto por los arquitectos de la modernidad, demostrando el poder del hombre frente a la tempestad, tomando y, al mismo tiempo, enmarcando el lejano horizonte, que pasa a formar parte de la vivienda.
Esa conquista del límite por parte de la arquitectura se aproxima a lo descrito por Heidegger en 1954:
«La frontera no es aquello en lo que termina algo, sino, como sabían los griegos, aquello a partir de donde algo comienza a ser lo que es (comienza su esencia). Para esto está el concepto horismos, es decir, frontera».
Es en el límite construido dónde la dualidad del paisaje marino se hace lugar y hogar.
Allí, las viviendas, presentadas incluso como paradigmas del pensamiento de sus autores —recordemos el Cabanon de Le Corbusier, el refugio de Aalto en Muuratsalo, las sucesivas moradas de Utzon en Mallorca o el escudo al viento de Neutra, entre otras notables casas sobre el mar—, comparten la idea de ser hábitats temporales y sueños de habitar al mismo tiempo.
Frente al Mediterráneo que dio origen y conectó a Europa, el mar gallego representa el Finisterrae, dónde los peregrinos continúan su viaje para llegar hasta la última marca fronteriza. «¿Acaso se trataba de reconocer allí, ante el océano infinito y amenazador que existían unas fronteras impuestas al ímpetu conquistador del hombre?», escribió Dieter Richter recordando ese límite real y mitológico. Cuando el hombre se enfrenta y convive con ese fin del mundo hasta hacerlo parte de su paisaje cotidiano, lo transforma y, en la medida de lo posible, se lo apropia y lo domestica a través de la arquitectura.
En la casa sobre el mar que Ramón Vázquez Molezún proyectó para su familia en las proximidades de Bueu, la construcción se hizo con los caminos y muros existentes, con la luz y los vientos, con la ría siempre presente. La modernidad como mínima intervención, como el uso práctico y preciso de los materiales. Luis Miquel lo expresó de un modo muy acertado:
«esta casa no tiene ninguna gana de salir en las revistas sino más bien de salir al mar».
Así, la arquitectura se hizo inseparable del borde marino.
El singular refugio de Molezún se fue adaptando a los cambios, al paso de los tiempos y de las mareas, de las generaciones. El arquitecto trasladó allí sus conocimientos sobre la arquitectura naval y sus invenciones personales. En su casa sobre el mar, pintaba, salía a navegar y continuaba, año a año, perfeccionando su construcción como si fuera un barco. Hoy, esa casa anclada al final de la playa seguirá navegando, ahora con ayuda de todos.
Antonio S. Río Vázquez . Doctor arquitecto
A Coruña.diciembre 2014