Las vanguardias artísticas siempre han mirado a la arquitectura de una manera ambigua. Por una parte, los artistas (pintores, escultores, fotógrafos, poetas, músicos…) han tenido siempre colgada la etiqueta de chisgarabises, y han buscado con afán meter en su troupe a algún arquitecto, que parecía darle respetabilidad al grupo o movimiento que fuese. (Un arquitecto tiene sensibilidad artística, pero además sabe multiplicar, incluso con decimales).
Por otra parte, el arte de vanguardia tiene siempre algo de efímero, de burbujeante fugaz. Incluso la escultura abandona los materiales tradicionales y experimenta con papel, madera, chapa, alambre, etc. La arquitectura es mucho más sólida y duradera. Además, la arquitectura es mucho más grande y, sobre todo, hace ciudad. Es decir: hace ambiente, espacio urbano y humano. Es escenario de la vida de la gente, e influye en ella. Por eso la arquitectura sirve como abanderado y como relaciones públicas del grupo artístico al que pertenece, y al que representa ante la sociedad.
Pero contra todo esto, también hay que decir que muchos «artistas puros» siempre han visto con malos ojos la inclusión de arquitectos en sus grupos, porque desvirtuaban el sentido de su movimiento.
Haciendo una simplificación muy grosera, los movimientos «constructivos» (De Stijl, Bauhaus, Constructivismo, etc.) han sido siempre muy arquitectónicos y muy para arquitectos (aunque Van der Leck y Mondrian se cabreasen). Intentaban ordenar el mundo y se valían de la geometría, el orden, el rigor… Justo lo que un arquitecto necesitaba. Pero los movimientos «disolventes» (Expresionismo, Dadá, Surrealismo, etc.) ni han gustado a los arquitectos ni tampoco los han querido. (No obstante, algunos han buscado la forma, si fuera posible, de «construir el caos», de plasmar metódicamente el cachondeo).
Un artista dadá al que nos referimos en la anterior entrada, Marcel Duchamp, acabó con el arte. No fue el único: Hubo bastantes artistas que acabaron con el arte.
Duchamp pensó que si un objeto existente se sacaba de su contexto y se presentaba como obra de arte, solo por eso sería una obra de arte.
Hizo un agujero en el asiento de un taburete e insertó una rueda de bicicleta con su horquilla:
Hala, ya está. Obra de arte. ¿Por qué? Porque no servía ni para sentarse ni para rodar. Porque era la suma de dos objetos existentes que se interferían mutuamente para perder su uso y su sentido. Al no servir ya para nada, servían para pensar, para quedarse perplejo, para indignarse, para poner a parir al autor, etc. (Todas ellas son funciones de la obra de arte).
Hizo otra cosa: Tomó un urinario y lo presentó a una exposición en otra postura (horizontal en vez de vertical), con un título que indicaba otra función (Fuente) y, sobre todo, firmado (con el seudónimo R. Mutt) y fechado (1917).
La desfachatez consistió en que con tan solo ese gesto el urinario se convertía en obra de arte. Su presentación a una exposición le daba el caché de arte, así como su firma y fecha. Su cambio de posición y de uso producía una excitante fisión semántica que abría nuevas puertas a nuevas expectativas e interpretaciones.
Una vez hecho esto, ya no había nada más que hacer.
«Arte es todo lo que el artista dice que es arte».
Estupendo, pero ante semejante afirmación cabe la siguiente pregunta:
«¿Y quién es artista?»
Pregunta que tiene una respuesta evidente:
«Artista es todo aquel que hace arte».
Este círculo vicioso tautológico no tiene salida. Y lo bueno es que es verdad.
Yo me siento artista, yo propongo un objeto, un acto, un poema, un ruido, etc, como obra de arte, y eso suscita inmediatamente críticas, valoraciones, respuestas, indiferencia, reacciones, etc. Justo lo que suscita toda obra de arte. Por lo tanto, he hecho arte. Por lo tanto, soy artista. ¿Con mucho talento, con poco? ¿Soy un buen artista, soy malo?
¡No me fastidiéis! ¡No me vengáis con juicios, con valoraciones! ¡No seáis retrógrados burgueses!
Duchamp era un provocador. Los dos ejemplos que acabamos de ver son dos intentos (logrados) de llevar el arte al abismo, de ponerlo en el disparadero y no darle opción. Pero era, como dijimos, un provocador aburrido, un hombre tranquilo. No quería salir airoso, no quería triunfar, no quería demostrar nada, ni tener razón, ni nada. Una vez hundido el arte, se retiró a jugar al ajedrez. Nunca quiso explotar su fama, ni ganar dinero, ni escandalizar a nadie. Sencillamente, ya no había nada más que decir.
Como dijimos, mucha gente siguió esa línea. Entre ellos, el músico John Cage. Leo en algunas biografías que en Europa estudió arquitectura y piano, pero no lo puedo confirmar. Lo que sí parece seguro es que la arquitectura le interesaba de alguna forma. Y él ha interesado a los arquitectos de muchas formas.
Aparte de sus experimentos con sonidos y silencios, se le tiene por el creador del primer happening, que, en plena improvisación simultánea y des-coordinada, des-compone las evoluciones de los diversos agentes intervinientes en el tiempo y en el espacio.
Sus partituras traman la aleatoriedad. No la organizan, la exponen. Curiosamente, también eso es una forma de no-organizar el espacio.
John Cage está lleno de sugerencias para los arquitectos. Agradezco infinitamente los comentarios de los lectores de la anterior entrada. Todos merecen re-comentario.
MJGE dice que un posible equivalente arquitectónico a la apertura de 4’33» sería dejar un mero contenedor para que cada usuario lo completara. Estoy de acuerdo. (Me recuerda en algo a una idea de Oíza). Pero también podría ser que la obra arquitectónica fuera lo suficientemente silenciosa, discreta, neutra, para que cada usuario viviera sus propias experiencias. O también que cada obra tuviera un cierto grado de imprevisibilidad y aleatoriedad que complicara, o sofisticara, la habitación humana en ella. No sé. El ejemplo de Cage abre muchos vectores.
Programa 3.6. menciona las partituras plásticas de Cage, de las que he buscado los ejemplos que he puesto ahí arriba. Sí. Matrices organizativas, planos tácticos, esquemas de batallas o de «acciones programáticas».
Francis, un no-arquitecto atento a la cultura, inteligente y curioso, ironiza con la falta de conexión entre el arte y el público, y habla del disfrute del arte y del afán de entenderlo. Lamentablemente, tanto una como otra cosa son cada vez más escurridizas. Pero ambas, en definitiva, generan ocasiones para asomarnos a nosotros mismos. Por eso seguimos yendo a los museos.
Seguramente no haya que insistir mucho para constatar la muerte del arte. Las vanguardias exploraron todos los caminos, y los recorrieron hasta el final, hasta el agotamiento. La conclusión es lúcida, indicutible. Se han alcanzado los últimos objetivos. La guerra ha terminado.
Pero entonces, como dice Oteiza, el arte abandona su camino experimental y se da a la comunidad, se hace social. Y, en cierto modo, se hace arquitectura. La arquitectura no es arte (al menos no es un arte puro; de esto hablaremos otro día). La arquitectura toma el cadáver del arte y lo entierra. Y, como ha aprendido lo suficiente de él y de todo su proceso, se hace espacio, se hace ciudad, se hace comunidad, y se entrega a la ciudadanía.
La buena arquitectura toma ecos del silencio de 4’33» y de la alagarabía de los happenings de John Cage, se abre, fluye y ofrece el espacio a la experiencia humana. Porque solo sirve para estar al servicio de la experiencia humana.
José Ramón Hernández Correa
Doctor Arquitecto y autor de Arquitectamos locos?
Toledo · abril 2012