Supe que no hace mucho tiempo estuvo por aquí un arquitecto extranjero que en una conversación1 informal decía que la arquitectura de interés era propia de zonas del mundo alejadas de los trópicos. Que había dos franjas, hacia el norte y hacia el Sur de los trópicos (supongo que siempre distantes de los polos), donde estaba concentrada la gran arquitectura histórica. Y que esa situación continuaba hasta nuestros días. No sé si incluía Asia en su percepción neo-racista, pero me quedó grabado el chisme, cierto o falso, y de vez en cuando lo recuerdo. Porque si eso fuese cierto, que como toda simplificación algo de cierto tiene, hay poca esperanza para nosotros.
Sin embargo, hace ya más de medio siglo, se dio entre nosotros un florecimiento de la arquitectura privada y pública que aparte de refutar la exclusión geográfica, vemos hoy con nostalgia o estupor hasta engarzarnos en polémicas que tratan de explicar el porqué de la pérdida del rumbo. En los tiempos recientes, lo sabemos todos, la calidad de la arquitectura ha descendido tanto como para preocupar. Sin que haya habido explicaciones documentadas, aparte de las que echan mano de los lugares comunes anti-arquitectónicos del marxismo mal digerido, muy comunes en el medio académico.
Por mi parte insisto en una explicación que he avanzado otras veces: se debe al estancamiento cultural que venimos viviendo por décadas y que, pese a lo que digan los partidarios de la ausencia de Estado, es un correlato del estancamiento político, que en una sociedad como la nuestra, dependiente en enorme grado del dinero público, lo afecta todo, incluyendo a un sector privado sin fuerza, carente de instituciones. Estancamiento cuya expresión más acabada es la pantomima populista petrolera de los últimos cuarenta años. Con la guinda de los doce recientes.
No darse cuenta
Una de las características del estancamiento es que quienes lo viven no lo perciben. Porque es un obstáculo para una mirada más universal. Se niega que exista porque a nadie le gusta sentirse estancado, pero se manifiesta en todos los medios y todas las actividades. Basta ver televisión, leer prensa, asistir a cualquier pequeña reunión social, observar alrededor.
En el estancamiento los niveles de cualquier debate son, como decía Frank Lloyd Wright de los concursos de arquitectura, los que resultan de promediar el promedio. Porque es esa medianía lo único que puede sostenerse, lo único que cuenta con audiencia segura. Lo que alcanza alguna repercusión. Por eso en el estancamiento es el periodismo fácil el que determina lo que es actual, lo que debe ser considerado. El que fabrica personajes, el que erige prestigios.
Y cuando se quieren superar estas limitaciones, se impone otro síntoma del estancamiento: la tendencia a tomar «lo de afuera», lo que se hace fuera de los límites, para convertirlo en ropaje de actualidad, en disfraz. Es uno de los sellos de la mentalidad provinciana: abrazar las modas externas, adoptar lo que es propio de ambientes, de culturas, de sociedades que se suponen en progresión, en ascenso. El provinciano es fiel seguidor de modas que no le pertenecen, se disfraza con ellas. Asume talantes ajenos a los de su realidad inmediata. El afirmarse en la moda o el discurso externo a su espacio cultural lo ayuda a creerse actualizado, le ahorra el esfuerzo de conectarse con su propio mundo.
Inactividad
Pero el estancamiento es también inactividad. Me he referido otras veces a la idea de la cultura como experiencia. El desarrollo expansivo de una cultura sólo es posible a partir de la experiencia. A más experiencia mayores posibilidades de desarrollo cultural. Así que una de las razones de nuestro estancamiento es la escasez de experiencias. Si lo aplicamos a la arquitectura, el poco alcance actual de nuestra cultura arquitectónica está directamente relacionado con las escasas oportunidades de construir. En la medida en la que, por un lado, el campo de acción de los arquitectos esté, como está y ha estado en las últimas décadas, delimitado por los contenidos comerciales y especulativos de la construcción; y por el otro por una acción pública mediocre y sin conciencia de su rol promotor en un país que, repito, vive sobre todo de la actividad pública, en esa misma medida la cultura arquitectónica se empobrece. Sería indispensable la modificación radical de las políticas públicas para abrir espacio a la construcción de una arquitectura orientada hacia objetivos más complejos, que consideren el valor de la memoria colectiva, la formación de un patrimonio edificado perdurable, la búsqueda de una pertinencia cultural.
Si por otra parte se reconoce la importancia de la arquitectura como instrumento en la mejora de la calidad de vida tendríamos que exigirle al estamento político consciente de la inmensa crisis de la ciudad venezolana, que asigne un justo lugar a la mejora radical de la arquitectura de las instituciones, incluida la vivienda como ingrediente regenerador del tejido urbano, en cualquier programa político que apunte hacia un futuro renovador.
¿Por qué eso no ha ocurrido? ¿Por qué el discurso de casi todos los que aspiran a dirigir el retorno a la democracia esquiva precisiones de este tipo y sigue apegado a los temas populistas de siempre? ¿No ven que el ingrediente nuevo que ha convertido, por ejemplo a la vecina Colombia, en semillero de experiencias urbanas, es la superación de esos lugares comunes?
Pareciera que interactúan, políticos al fin, con los tópicos propios del estancamiento: generalizaciones, búsqueda del consenso, superficialidad. Y hasta los más «modernos», jóvenes, han cedido a la tentación de disfrazarse. Y hablan como si estuvieran en Neverland.
Óscar Tenreiro Degwitz, arquitecto.
Venezuela, Septiembre 2011
Nota:
1 Cuando siendo estudiante de arquitectura visité a Chile en 1959, una señora me preguntó con toda seriedad si aquí había universidades. He contado esto otras veces y ahora lo hago para recalcar que a un chileno promedio de clase media poco informado en ese entonces, Venezuela le parecía una especie de hacienda que tenía mucho dinero y carecía prácticamente de cultura propia. Éramos nuevo-ricos sin remedio y siempre alguien lo hacía notar. Yo regresé a ese país, donde me casé y nació mi hijo mayor, muy poco después como becado de mi Universidad. Una beca que se me otorgó sin pedirme documento alguno sobre la institución que me acogería, dejándome una libertad para seleccionar lo que iba a hacer que a los chilenos amigos les parecía excesiva; y en general con una falta de controles que ningún sistema de becas del mundo habría aceptado. Yo era pues, sin saberlo, un producto típico de esa hacienda con dinero.
Y así ha sido en general aquí. El excedente petrolero se termina colando por todas las rendijas y alimenta cosas y situaciones que en cualquier otra parte del mundo parecerían imposibles. Pero los venezolanos poco nos damos cuenta de ello. Hemos vivido así por casi un siglo y aunque las cosas hayan cambiado y ya hoy lo que me ocurrió a mí o a los de mi generación no es posible, de todos modos ese toque sui-generis sigue presente en casi todas las actividades.
Cual irá a ser a la larga el resultado de ese caldo peculiar es difícil decirlo, pero nuestra actividad como arquitectos no escapa de su influencia. Es más, está marcada de un modo particularmente fuerte por esa permanente improvisación, esa falta de lógica que se ha ido convirtiendo en una sub-cultura y que marca a todo y todos aquí.
Y si hay una actividad donde la improvisación paga mal es en la arquitectura. Porque construir un edificio es en definitiva un prolongado acto de reflexión. Y lo más importante: decidirse a construir implica un compromiso de ciertos vuelos, riesgoso, exige afrontar situaciones imprevistas, es siempre de alguna manera difícil. Y pide un compromiso para llegar hasta el final. Todas ellas situaciones en las cuales el talante «light» del rentista ayuda muy poco. Hablo del ámbito público, donde dejar las cosas incompletas no tiene mayores consecuencias porque se convirtió en hábito, ya que en el privado, el mercado y la rentabilidad terminan teniendo la última palabra, Un hotel de cadena internacional en Venezuela no es peor que uno en Japón, pero sí lo es una escuela, o una biblioteca, los espacios públicos, la ciudad.
Y es que la improvisación entre otras cosas lleva en sí la incapacidad de soportar los rigores de construir un edificio medianamente complejo y llevarlo hasta sus últimos detalles. Construir la arquitectura institucional de modo completo es muestra de un cierto nivel cultural. o de que ha habido alguna persona con poder (y cierto nivel de cultura) que decidió tomarlo como tarea. Uno ve los edificios de Alvar Aalto en Finlandia, equipados impecablemente con mobiliario diseñado por el maestro, manejados con enorme respeto y en estado de mantenimiento superior, piensa en el aspecto ruinoso de nuestra Ciudad Universitaria. Y resaltan nuestras carencias, las enormes distancias. Recibimos ríos de dinero rentista y somos todavía incapaces de entender el compromiso que exige la arquitectura pública. Ese enorme beneficio se dilapida en el sostenimiento de un populismo regresivo y falaz del mismo modo que los jeques se empeñan en construir un escenario de falsa modernidad y brillo financiero.
Llego así al tema que desarrollo hoy, el del estancamiento cultural. Porque aceptar estas cosas, seguir considerando la construcción de la ciudad de ese modo superficial es un síntoma grave de estancamiento. No es necesario acudir al lugar común de que la ciudad es la expresión cultural más alta de toda sociedad y sacar conclusiones, sino observar lo que ha venido ocurriendo en todas las ciudades venezolanas, una muestra dramática de nuestra incapacidad de comprensión del fenómeno urbano.
Digo en el texto que sigue que el estancamiento cultural es un correlato del político. También podría decirse a la inversa, salvo que, precisamente, en un contexto en el que el Estado es el dueño de la riqueza petrolera. es la dinámica política la que dicta las pautas.
Y resulta muy curioso comprobar el modo como se expresa esa dinámica en el momento actual luego de doce años de haber vivido una experiencia política en la que todos los rasgos que he mencionado se han exacerbado hasta límites surrealistas. El proceso de seleccionar al representante de la oposición en las elecciones presidenciales del próximo año se viene realizando de un modo tan ajeno a lo que no puedo sino calificar de dramatismo de la situación del país, (por su alcance destructivo, por la profundidad de los problemas, por la gravedad de los errores cometidos) que a uno le parece, es lo que hago notar, que los aspirantes se mueven en un mundo de fantasía. Como si no se dieran cuenta.
¿Qué puede ser eso sino incapacidad para ir hacia la razón de ser de lo que hemos vivido, para entender que se impone un cambio de actitud, una forma de actuar coherente con la magnitud de la agresión que Venezuela ha sufrido? Y esa incapacidad es estancamiento. Pareciera que el absurdo vivido ya por décadas nos hubiera tapado los ojos.