Mi pueblo está apenas a unos cuarenta kilómetros de Madrid. Hoy hay mucha gente que va y viene a diario, pero cuando mis padres eran niños esa distancia era inconcebible e insalvable.
La mayoría de los vecinos no habían ido a Madrid en su vida, y los que iban lo hacían como mucho dos o tres veces al año.
Entonces era típico que cuando alguien anunciaba su intención de ir a Madrid, recibiera todo tipo de encargos. Uno de los más típicos era: “Tráeme unas gafas”. Así. Sin más.
El encargo se podía concretar bastante con: “Tráeme unas gafas de ver”. Así sí.
Y el interesado veía divinamente durante años y años con las gafas que el audaz viajero le había traído de Madrid. El mundo era muy sencillo entonces.
Yo siempre he pensado que mi pueblo en los años treinta tenía que ser más o menos como Macondo o como los de las películas del Oeste. Han pasado tres cuartos de siglo y parece que vivimos en otro universo. En mi casa somos cuatro personas y tenemos tres colutorios bucales diferentes. También me desespero con los champúes para cabello liso, rizado, graso, seco, quebradizo, etc, y me pasa como al del chiste: “¿Y no tienen champú para cabello sucio?”. Necesito gafas para presbicia, y tengo el defecto de no ducharme con ellas puestas; así que más de una vez, bajo el chorro de agua, he tomado un bote a voleo, he intentado averiguar lo que era y me he acabado untando la cabeza con body milk o con aceite corporal.
Leche entera, desnatada, semidesnatada, con calcio, de soja, de vaca o de cabra. Café soluble o de cafetera, con cafeína o sin ella, natural o torrefacto, etc. Pan blanco, integral, de centeno, de avena, pistola, chapata, etc. ¿Para qué seguir? Soy de pueblo y tengo ya una edad. De niño merendaba pan con chocolate (sólo había un pan y un chocolate), y reconozco que todo esto me supera un poco.
Vivimos en un mundo cada vez más especializado y complejo, donde ya no vale decir que eres abogado, conductor o electricista, sino que tienes que aclarar si eres penalista, urbanista o de familia; si eres camionero de tres ejes, chófer particular o manejas una retro; si haces instalaciones en viviendas, diseñas y montas autómatas o haces el mantenimiento de maquinaria industrial.
Pues en este mundo tan complejo y sofisticado, al Ministro de Economía y Competitividad se le ha ocurrido que para simplificar sería muy bueno que cualquier ingeniero (industrial, agrónomo, de caminos…) pudiera hacer lo mismo que un arquitecto (viviendas, iglesias, hospitales, teatros…), ya que todos han estudiado cosas más o menos parecidas. Y, para ello, ha pergeñado un borrador de Ley de Servicios Profesionales (LSP) que atenta contra el sentido común y que sólo busca que haya mucha gente peleando, en desigualdad de condiciones, por una tarta que antaño fue jugosa, para que así (se supone) bajen los precios de los servicios. (Por cierto, dada su actual mayoría absoluta, y la falta de todo tipo de resistencia efectiva, ese borrador tiene toda la pinta de llegar incólume a la meta).
Así, de un plumazo, el Sr. Ministro se carga esa antipática sobreabundancia de cremas hidratantes, exfoliantes, reafirmantes, reparadoras… y vuelve al viejo concepto de la pomada que sirve para todo y que te deja la cara reluciente como una rosa. ¡Qué tiempos! Lo que ocurre es que se ha pasado de vueltas y le ha dado categoría de “pomada universal para la cara” a todas las ya dichas (hidratantes, exfoliantes, reafirmantes, reparadoras…), pero también al aceite de oliva, al tomate frito, a la mayonesa… Al fin y al cabo todo ello es crema fresquita que sienta muy bien al cutis.
Se me ocurren muchas cosas que decirle al Sr. Ministro, pero tan sólo le digo que, si va a Madrid, no me traiga unas gafas. No: Usted no.
José Ramón Hernández Correa · Doctor Arquitecto
Toledo · mayo 2013