Es el territorio quien nos termina por conquistar y no nosotros a él; un lugar existe cuando lo miramos (antes existe, pero no en nosotros), ya habita en la mirada. Así como no tomamos la casa sino ella es quien nos toma, el paisaje que observamos es quien nos devora y ya en su interior – como si de una ballena se tratase-, alumbramos, y abrimos los ojos para contar al mundo lo que somos capaces de ver y oír.
El umbral es ese lugar que nos conecta con el mundo interior, y estando dentro podemos estar fuera; pero también es ese lugar en el que dejamos de ser nosotros, donde nos despojamos de hábitos y costumbres, es finalmente un tamiz: de nuestra manera de vivir y nuestra sabiduría por vivir.
Ese umbral fijo se convierte en cronista del paisaje que le habla, que le cuenta calladamente sobre nuestros ancestros, es aquel que dibuja sobre el rostro líneas como surcos del rojizo campo arado, testigo de la vida vivida. Es aquel quien deja que el sol determine su espesor y somos nosotros quien accidentalmente nos interponemos en su camino interrumpiendo su vocación de existir para un día ser nosotros quien narre esa huella.
El umbral ha dejado de enmarcarnos, y ahora es nuestro aliado, nuestro límite temporal, nuestra decisión: un umbral es una decisión para quien se detiene, para quien avanza, para quien ingresa para quien sale, pero sobre todo es un lugar para habitar, en la memoria del lugar e incorporarnos a su historia.