Ahora que se nos cae la política, que se nos cae la ideología, que se nos cae la cultura, la fe, la estructura… todo, la única certeza que nos queda es que vivimos en una sociedad de consumo y que el consumismo sigue siendo el rey de todo.
No nos damos cuenta, pero nosotros, que ya no somos (o apenas somos) ciudadanos, lo que sí somos es consumidores, que al parecer vale mucho más.
Los consumidores mandamos, y lo hacemos con un poder absoluto. No tenemos que dar cuentas a nadie. Somos soberanos por nuestro capricho, porque sí, porque nos da la gana.
No tenemos que justificar nada, ni explicar nada, ni tener razón. Somos los amos y podemos comportarnos, si queremos, como niños caprichosos. Podemos ser políticamente incorrectos, injustos, lo que queramos. Puedo dejar de comprar un champú porque no me gusta la cancioncilla de fondo del anuncio, y puedo comprar un modelo de zapatilla porque me encanta esa chica que la anuncia. Sí; ya lo sé: Los publicistas saben todo eso y nos manipulan. Ya. Pero démosle la vuelta a la idea.
En los albores de la publicidad se anunciaban las propiedades del producto anunciado. ¡Pardillos! ¿Veis ahora que algún anuncio explique cómo es lo que anuncia?
Just do it. La chispa de la vida. Be water, my friend. I’m lovin’ it.
Pues por eso mismo. Saben que consumimos a ciegas, sí, pero también que consumimos a capricho, y temen que nuestro capricho les traicione y les deje con el culo al aire.
Dejemos esa idea ahí, fermentando o madurando, y mientras tanto veamos este fragmento de la planta sótano de un edificio de viviendas. Está sacado de un folleto de una oficina inmobiliaria. Es decir: Es así como pretenden vendernos un piso. Aparece el plano del piso y, al lado, el del sótano con la plaza de aparcamiento y el trastero que le corresponden.
No es un ejemplo especialmente torpe ni especialmente siniestro. Es bastante convencional. Es lo que hay.
¿Podéis mirar durante unos segundos la rampa y la plaza en cuestión? ¿Y el pilar? ¿Podéis imaginaros aparcando ahí?
Pues la gente lo compraba en un pispás en «los buenos tiempos». Siempre he pensado que muchos prestaban más atención a la compra de unos pantalones que a la de su casa.
La gente iba a las oficinas de ventas de las urbanizaciones los sábados o los domingos, cuando no había tráfico en la carretera, y se creían ciegamente lo que se les decía: que ese bloque de pisos en el Km 65 estaba a 15 minutos de Madrid. (Juro que lo he visto en una publicidad inmobiliaria de unos pisos de Ocaña (Toledo): a 15 minutos de Madrid. Ni en el Air Force One). Y se dejaban engañar sabiendo que les estaban engañando.
-A ver: ¿Usted de dónde viene?
-De Madrid.
-¿Y cuánto ha tardado?
-Una hora y cuarto, pero porque era domingo. Seguro que un miércoles a las siete y media de la mañana sí que tardo esos quince minutos.
El resto de su vida en un atasco. Ojos ciegos. Tampoco parecían darse cuenta de las enormes naves industriales que tenían justo enfrente, y que, por ser domingo, estaban cerradas y silenciosas.
De verdad: Un pantalón se lo prueban primero, y miran un par de ellos en un par de tiendas. Pero un chalet no. Ni un piso. El piso a que se refiere el dibujo de arriba ni lo enseño. ¿Para qué? También es muy «convencional». Lo que hay. Lo que se lleva.
(Por cierto: Tiene «cocina americana». Sigo sin saber lo que es eso. Yo he visto en la tele las cocinas de Bill Cosby, del Príncipe de Bel Air, de Las Chicas de Oro, de Los Simpsons, de Padre de Familia, de Dos Hombres y Medio, de Modern Family… ¿Qué es eso de «cocina americana»? Sheldon Cooper y Leonard Hofstadter la tienen integrada en el salón, sí, pero amplia y cómoda, no una especie de minibarra contra la pared y pegada al sofá).
El del edificio que estoy diciendo es un solar en el que hubo una casa «de pueblo» de dos plantas y patio trasero. Una casa. Una sola casa. Se derribó y ahora hay un edificio con sótano, tres plantas y «bajo cubierta», con un total de siete apartamentos. Siete.
Parece mentira que cumpla la normativa sobre pendientes de rampa, radios de giro, dimensiones de la plaza… e incluso parece mentira que los servicios técnicos del ayuntamiento respectivo dieran su informe favorable y los concejales pelaran cigalas a costa de esta promoción. Parece mentira. Pero lo que más mentira parece es que alguien la comprara. Lo más increíble de todo es que estuviéramos todos tan locos que compráramos ese tipo de cosas.
La gente, en general, no entiende los planos, pero se compraban sus casas sobre plano, porque era imposible esperar a que estuvieran construidas. «¡Vamos, vamos, que me las quitan de las manos!»
Así era. Se las quitaban.
-¿Y cuánto cuesta el piso?
-Ciento ochenta mil euros.
-¿Cuánto ha dicho?
-Doscientos mil euros.
-Muy bien. Lo voy a pensar.
-Doscientos veinte mil.
-¡Qué narices! ¡Lo compro!
-Muy bien. Ha hecho usted una buena compra por doscientos cuarenta mil euros.
-Sí. La verdad es que he tenido mucha suerte.
¿Alguien se ha comprado un pantalón sobre el patrón? No. Nos lo probamos. Nos probamos varios. Incluso vamos a varias tiendas. Y la vivienda que vamos a estar pagando durante treinta años (si mantenemos el empleo y la nómina) la comprábamos a tontas y a locas.
¿No somos consumidores? ¿No somos los reyes del sistema?
Vuelvo al inicio.
Un ejemplo: Hace tiempo la Asociación de Víctimas del Terrorismo publicó la lista de los que se anunciaban en Egin. Mucha gente dejó de comprar esos productos o contratar esos servicios. Algunos de los anunciantes se quejaron de lo injusto que resultaba…, etc, y trataron de explicar…, etc. La respuesta de esos consumidores díscolos fue muy clara: «No me dé usted sus razones. Seguro que las tiene. Pero es que no me da la gana seguir siendo cliente suyo». Ante esto, ¿qué se puede hacer? Nada. Absolutamente nada. En el consumo uno es soberano de sí mismo y de sus decisiones. Y además es un soberano absolutista, tan tirano y caprichoso como le dé la gana.
Entonces, ¿por qué no se hizo algo parecido con las casas?
Se echa la culpa de todos los desastres urbanísticos a los promotores, a los políticos, a los arquitectos. Muy bien; asumamos todos la parte que nos toca. Pero yo veía que quienes compraban los chalés y pisos a cuarenta o cincuenta kilómetros de Madrid estaban encantados. Y quienes se compraban un apartamento en Benidorm o en Torrevieja, desde el que no se veía el mar, estaría bueno, sino el parking de un Mercadona, también eran muy felices.
¿Qué nos pasó a todos? ¿Nos curará la crisis de tanta tontería? Me temo que no. Estoy escuchando a mucha gente que está deseando que se termine la crisis para volver a hacer el animal.
No apelo a nuestro espíritu, ni a nuestra ciudadanía, ni a nuestra inteligencia, ni a nuestra bonhomía, ni a nuestra ética. No. No apelo a nada más que a nuestro consumismo.
José Ramón Hernández Correa · Doctor Arquitecto
Toledo · noviembre 2013
«¿Alguien se ha comprado un pantalón sobre el patrón? No. Nos lo probamos.» ¡Gran verdad! Ni pensar lo complejo que sera educar un poco al consumidor para que no compre cualquier adefesio, vendido como «El hogar de sus sueños» el cual terminara arruinándole su calidad de vida por lo menos un tercio de su vida.