Hace unas semanas escribí sobre el Arq. Martín Vegas Pacheco, quien fue mi profesor. Me referí entonces al tiempo en el cual yo hice de su profesor ayudante en el “Taller Vegas” de la Facultad (corría entonces 1962-63) junto a otros colegas que mi memoria me hace difícil enumerar.
Lo cierto es que la convivencia que hoy llamaríamos “académica” y que en esos tiempos parecía más bien un asunto de simples afinidades y oportunidades de la vida que se desplegaba con bastante más dinamismo de lo que nuestro estancamiento de hoy permite, esa convivencia, repito, no fue demasiado armoniosa. Con bastante frecuencia Martín y yo nos enfrentábamos, o mejor dicho yo me enfrentaba a Martín porque el jefe era él, a raíz de desacuerdos sobre el fundamento de lo que hacíamos. Recuerdo en particular un día en el que me presenté a las reuniones donde se preparaban los temas del semestre con una serie de esquemas animados con “magic marker” (un marcador típico de entonces) sobre el modo cómo los temas de diseño se iban originando y definiendo a partir de la noción de “familia”.
Era un enfoque muy ideológico, a tono con la circunstancia venezolana de entonces muy afectada por el afán marxista de ganar este país a la “causa revolucionaria” como correlato de lo que venía ocurriendo en Cuba. Al insistir en la familia como origen del conjunto de actividades sociales a las cuales respondía la arquitectura, yo quería reforzar un punto de vista “cristiano”, asunto que en el contexto del debate político de entonces que era muy fuerte y hasta violento, veía como un testimonio necesario, una toma de partido. Era, puedo decirlo ahora con más distancia, mi obsesión de ese momento; y como tal obsesión me era necesario defenderla con demasiada vehemencia (mi natural forma de defender cualquier cosa) que tropezaba con la incredulidad o tal vez frialdad no exenta de antipatía del Jefe del Taller. Todavía guardo en algún rincón de mis archivos esos dibujitos y su texto garrapateado, lo cual me hace remontarme con no poca nostalgia a momentos de mi vida más espontáneos que me depararon pequeñas y grandes dificultades.
Pero el Jefe del Taller era sin embargo, pese a su desconfianza hacia los arrestos ideológicos, una persona a la que le interesaban las ideas. Insistía en que los estudiantes se enriquecieran como parte de sus tareas. Así que se le ocurrió un día poner un cuestionario en el cual indagaba sobre los libros que cada quien había leído recientemente y, en particular, sobre el que estaban leyendo en ese momento. Yo estuve muy de acuerdo con el cuestionario, pero íntimamente me sentía un tanto incómodo porque ocurría que en esos momentos no estaba leyendo nada, o que mi último libro estaba un poco distante.
Y así permanecí en los años por seguir. Nunca fui un lector persistente y consuetudinario sino más bien ocasional. En etapas leí mucho sobre arquitectura, o mejor dicho sobre especulaciones “teóricas” con la arquitectura como pretexto; y la literatura en general no ha dejado nunca de atraerme, pero a veces me acerco a mi biblioteca y me sorprende la cantidad de libros que allí están, de los cuales no pasé de las primeras quince páginas. Eso, mientras personas cercanas estaban siempre hablando del último libro leído y viejos amigos o compañeros de adolescencia podían fácilmente ser catalogados de “tragalibros”.
Yo diría que así fue en general hasta que tuve cincuenta años. La edad que hoy en día tiene mi hijo mayor, quien por cierto lee muy poco hasta el punto de parecerme que se lo debo decir, si no fuese porque decirle cosas a hijos tan grandotes es de las prácticas de las cuales debe abstener todo padre. De esa edad en adelante he empezado a leer de modo mucho más asiduo, y ya en los últimos tiempos disfruto mucho mi rutina de leer siempre al comenzar la mañana. No mucho tiempo, por cierto, porque no soy persona capaz de concentrarme durante muchos minutos seguidos.
El caso es que por fin me he convencido de que la lectura es un asunto que debo convertir en parte rutinaria de mi vida. Y no es que antes no pensara lo mismo, sino que ahora lo vivo de modo intenso, ventajas de hacerse mayor. Y en la lectura va uno encontrando con frecuencia alusiones y más que alusiones representaciones bastante precisas sobre asuntos que a uno le han venido preocupando y que allí encuentra expresados con la claridad o la hermosura poética que a uno se le escapa.
No he sido lector de poesía sino en el caso de ciertos autores que se han convertido para mí en compañeros de vida, como Fernando Pessoa por ejemplo. Pero durante el tiempo, que comenzó hace dos décadas o un poco más, cuando empecé a conectarme con la filosofía consiguiéndolo sólo a medias y a partir de visiones filosóficas que más bien se distancian de la filosofía histórica; durante ese tiempo, repito, se fue formando en mí la casi convicción de que el modio de filosofar más auténtico es el que utiliza las formas poéticas. El poeta, el escritor en prosa o en verso filosofa utilizando los recursos poéticos a su alcance o usando el discurso de alguno de sus personajes, de un modo que me parece mucho más vital que el filósofo que exige al lector compartir un “juego de lenguaje” que lo lleve a entrar en un mundo metafísico. El poeta no. El poeta sugiere con palabras que todo el mundo entiende, o más bien simples palabras convertidas en instrumentos para la ensoñación poética, que abre significados múltiples y estimulan el pensar.
Veo en el poema, la prosa poética, la novela, como vehículos del filosofar. Tal vez por eso en estos tiempos otoñales me atraen tanto las novelas.
Y he regresado así a algunas que leí hace años o a leer las que debí haber leído.
Como es el caso de las novelas de Joseph Conrad1. En las cuales, como en Nostromo, he encontrado muchas claves para reflexionar.2
Algunas de ellas se resumen en las citas que incluyo más abajo en las notas3. Pero aquí dejo estas otras, tan a punto para nosotros los venezolanos:
“…ya que tantas cosas que parecían escandalosas, extrañas y grotescas…tenían que ser aceptadas como normales en el país…”
“…cuando hayamos hecho las paces entre nosotros y nos hayamos vuelto decentes y honorables, ya no nos quedará nada…”
“…¿Pero qué ocurre cuando no puedes trabajar honradamente hasta que los ladrones estén satisfechos?…”
Óscar Tenreiro Degwitz, Arquitecto.
Venezuela, octubre 2012,
Entre lo Cierto y lo Verdadero
Notas:
1. Leyendo a Borges tropecé alguna vez con el nombre de Joseph Conrad, Józef Teodor Konrad Korzeniowski (1857-1924), escritor británico, en realidad ciudadano polaco emigrado a Inglaterra. Citado bajo su nombre original en las primeras líneas del cuento de Borges “Guayaquil” que forma parte de su libro “El Informe de Brodie”, publicado en 1970.
Esas primeras líneas se refieren a la novela “Nostromo” de Conrad de la cual saca Borges los personajes con los que teje la curiosa historia que le permite decir con el ingenio y el seductor lenguaje que es difícil no admirar, algunas cosas certeras sobre las distintas versiones que hay sobre la histórica entrevista de Bolívar y San Martín.
Había oído de Nostromo en una circunstancia muy particular, hace más de treinta años, en una sala de espera de una islita del Caribe donde esperaba abordar un pequeño avión junto a un locuaz norteamericano que tal vez motivado por el lugar en el que estábamos o al saber que yo era venezolano, se explayó en elogios de su lectura reciente. Mencionó una y otra vez el nombre, que retuve desde entonces hasta que por fin, hace unos meses, compré la novela en edición de bolsillo.
Y hace unos días terminé de leerla, no sin cierto pesar, como ocurre con las novelas que te atrapan, y conmovido por la capacidad de Conrad de adentrarse en paisajes, atmósferas y personajes con la profundidad que podría estarle vedada a un inglés demasiado inglés y que resulta bien explicada por el alejamiento reflexivo que sobre las andanzas inglesas por el mundo puede tener un polaco. Me persiguió durante toda la lectura la idea de que Costaguana, la república sudamericana descrita en Nostromo era una figuración de Venezuela.
2. Muchos nombres, lugares y personajes me lo hacían pensar. Higuerota es el nombre de una enorme montaña que tutela la ciudad de Sulaco. El Golfo Plácido no me parecía otro que nuestro Golfo Triste, de aguas protegidas y apacibles, que tuvo que navegar Conrad cuando a los veinte años, como marinero de un barco mercante, iba de Puerto Cabello, donde había desembarcado, hacia el Oeste y la costa colombiana del Caribe. Guzmán Bento había sido el último dictador, los llaneros son parte principal del pueblo de Costaguana, la república inventada por Conrad, en la cual las ventas de víveres se llaman pulperías, el pueblo recuerda a un legendario héroe llamado Páez, y el abuelo de uno de los personajes centrales había luchado en la Legión Británica bajo el mando de Bolívar.
No obstante, dada la amistad de Conrad con el prologuista inglés del relato de un caballero colombiano, Santiago Pérez Triana, sobre sus aventuras como exiliado que termina recalando en Inglaterra; y el hecho de que Conrad se refiere a él como el modelo de un importante personaje de su novela, se ha dicho en Colombia que Costaguana es una figura borrosa de ese país. Tesis abonada por la idea de que la República Occidental que se separa del resto de Costaguana en la novela, podría ser una referencia a Panamá, provincia que se separa de Colombia también a instancia de los intereses extranjeros, pero en este caso por la construcción del Canal.
En todo caso Conrad hace una magistral exploración en lo que han sido nuestras repúblicas marcadas por la hipocresía de sus líderes y por la codicia de propios y extraños. Y lo hace además con una capacidad de penetración sorprendente que subraya su grandeza como escritor e intelectual.
Y Conrad, quien gustaba de hacer prolijas descripciones de geografías, lugares y estancias hasta el punto de que algún comentarista le atribuyera un deseo de dibujar con las palabras, no deja de ser un observador inteligente de las arquitecturas en las que transcurre el relato. Me llamó la atención en particular la descripción de la casa de la familia Gould, los protagonistas de ascendencia europea:
Hileras de plantas en tiestos, dispuestas sobre la balaustrada entre las columnas de los arcos, ocultaban el corredor…cuyo espacio enlosado es el verdadero corazón de una casa sudamericana, donde la sucesión de luz y de sombra en las baldosas marca las tranquilas horas de la vida doméstica.
Pero hay otras reflexiones demostrativas de un talante crítico afirmado en una visión culta, que revela conocimiento y comprensión de nuestro transitar histórico:
…pusimos en erupción a todo un continente con nuestra independencia sólo para convertirnos en la presa pasiva de una parodia democrática, las víctimas inermes de pícaros y matones, nuestras instituciones una burla, nuestras leyes una farsa: ¡un Guzmán Bento nuestro dueño! …
¿Acaso no podríamos decir los venezolanos exactamente eso, no sólo a propósito de Guzmán (Blanco) sino de muchos de los que lo sucedieron?
Y llama la atención esta crítica elegante muy inglesa, a la capacidad americana, de los del Norte y los del Sur, de sustituir la realidad con las palabras:
…ambas Américas segregan grandes cantidades de elocuencia de una forma o de otra…
Ciertas frases nos tocan de modo directo a los venezolanos de hoy: …nada puede extrañar que haya bandidos… cuando los que nos gobiernan…no son más que ladrones… Y ésta especialmente: Como la mayor parte de sus compatriotas, se entusiasmaba con el sonido de las palabras retóricas, sobre todo si pronunciadas por él…
3. Y vuelve a mí la idea, siguiendo la huella de pensadores que han abordado el tema, que la única manera de escapar de los lenguajes privados excluyentes o especializados que tanto distancian al discurrir filosófico de la gente en general, es filosofando desde el lenguaje poético, literario. Esta obra puede ser una confirmación de ese supuesto, como lo son tantas grandes novelas o la obra de los poetas que perduran.