Pasaron muchos años después de mi entrada como profesor interino en la Facultad de Arquitectura de la UCV antes de que pudiera encontrarme cómodo con el rol de profesor. Conociendo mis carencias, mis dudas, no creía estar en capacidad de orientar a los más jóvenes, de apuntar con cierta claridad en una disciplina que todavía no me abría del todo las puertas. Era además muy joven, demasiado si lo vemos con los estándares de hoy, y muchos de los estudiantes eran casi de mi edad, lo cual hace difícil tener la necesaria ascendencia para que las tareas que debía proponer fuesen aceptadas como necesarias.
Porque “enseñar arquitectura” que es lo que se espera de un profesor de “Diseño”, “Taller” o “Composición Arquitectónica” (como se decía cuando yo estudié) no es comunicar conocimientos precisos que parten de certidumbres científicas o tecnológicas, no es una narración o exposición de conceptos, eventos, fechas, interpretaciones como en el caso de algunas disciplinas humanísticas. Tampoco se refiere a un contenido bien delimitado, establecido por otros, al cual uno se refiere sin temor a equivocaciones. Es más bien abrirle al estudiante un espacio de reflexiones, de referencias, en el cual el ejercicio de prueba y error le permite ir haciendo comprobaciones sobre los grandes temas de la disciplina para así ir conociendo los recursos de los que el arquitecto dispone, por una parte, y las limitaciones y facilidades personales como asunto fundamental. Todo ello mientras a lo largo de la carrera se van adquiriendo destrezas técnicas, se profundiza en las referencias venidas de la historia universal y local, de lo que hacen otros, cercanos y lejanos.
Todo eso luce muy complicado y de hecho lo es; y por eso mismo respondía con evasivas cuando mi hermano Jesús quien me llevaba casi cuatro años de edad y ya había entrado como joven profesor a mi Facultad, me preguntaba por carta si al regresar del uso de una beca que al terminar mis estudios me permitió hacer pasantías de postgrado en Chile y en Francia, me incorporaría a la docencia. Me resistía a decir que sí y al estar de nuevo en Caracas toqué varias puertas, entre ellas la de la CVG (Ciudad Guayana planificándose) buscando trabajo sin éxito, hasta que Oscar Carpio, como Director de la Escuela (corría Noviembre de 1962) me ofreció entrar a la Facultad como interino a Dedicación Exclusiva. Tenía ya un hijo a los veintitrés años, esperaba el segundo, muy pocos ahorros y mis padres me daban sobre todo ayuda moral porque de la otra no disponían, así que acepté el ofrecimiento. Mis reticencias cedieron ante la necesidad.
Se inició allí un proceso arduo y hasta problemático, que durante casi quince años, tal como dije más arriba, me causó incomodidad. Pero que ha sido clave en mi vida porque me enseñó la mayor riqueza de las aulas universitarias, la de permitir, estimular y favorecer la producción y el intercambio de ideas. Como interlocutor de los más jóvenes, que generalmente, en un país como el nuestro, tienden a abrirse hacia el profesor de manera generosa, procurando que a pesar de sus limitaciones se convierta de alguna manera en guía. Y como en la enseñanza de Arquitectura se usa aún, a la manera de las Escuelas de Bellas Artes, el sistema de Taller, o sea aprendices (estudiantes) agrupados en torno a un maestro (profesor); se crea en fin de cuentas un cierto sentido de comunidad que algo se acerca al antiquísimo ideal socrático. Y a través de los años ese vivir por retazos en comunidad termina dejando huella positiva en nuestras vidas como intento de “formar grey”, instinto que todos tenemos dentro. De un intento digo porque la vida con frecuencia nos desmiente.
No siempre es así en otras partes del mundo, más cultas, más sabidas, en las que el estudiante llega a las aulas universitarias más hecho, con mayores prevenciones, con convicciones acaso forzadas por sociedades muy competitivas. Me lo mostró mi experiencia en los Estados Unidos donde estuve un año de profesor invitado. Allí difícilmente el profesor es visto como ductor porque existe una barrera invisible que automáticamente lo coloca en otro territorio, distante del que corresponde al estudiante. Su papel es más jerárquico, menos próximo. Pude también palparlo en Alemania y en España. En ambos países, con las diferencias lógicas de culturas y tradiciones, no fue raro encontrarme con estudiantes que querían a toda costa hacer “lo suyo” como que si se tratara de cultivar una originalidad, un modo de hacer que se diferenciaba del de los demás y, por supuesto, de cualquier cosa que el profesor pudiera proponer. Me explico esa actitud porque la arquitectura en los mundos opulentos ha ido derivando peligrosamente, y sin duda en la dirección equivocada, hacia una celebración del arquitecto que descansa en lo novedoso, en lo singular, en lo que se “inventa”. Y el estudiante fantasea con ser el próximo exitoso-novedoso.
No pretendo que estos atributos sean norma y dejo espacio a que haya modos de ser menos cargados por el peso de la ambición, pero me interesa destacar la apertura como nuestro rasgo dominante. Aquí los jóvenes están ansiosos por recibir señales de los mayores. No los obsesiona tanto la búsqueda de notoriedad, aunque sí, con frecuencia que a veces exaspera, buscan sólo ventajas económicas, cosa que esta carrera está lejos de garantizar. Y si extrapolamos esa apertura a la sociedad en general hay muchas razones para pensar que aprenderemos todos a superar los obstáculos actuales.
Sé que generalizo, sé que escribo siguiendo eso que los franceses llaman un “élàn”. Pero no está mal hacerlo cuando ocupa tanto espacio la mediocridad y el resentimiento de los que tienen Poder.
Óscar Tenreiro Degwitz, Arquitecto.
Venezuela, julio 2009
Entre lo Cierto y lo Verdadero