Siempre me han gustado las cerchas. Recuerdo cuando nos enseñaron en la escuela el método de Cremona para calcularlas. No se puede decir que fuera la juerga padre, pero era entretenido, y, según uno lo iba haciendo, podía intuir (más o menos) la composición y descomposición de las fuerzas. Era como si las cargas se escaparan huyendo por las distintas barras, buscando su camino, y neutralizándose y equilibrándose.
Cuando yo estudiaba (años ochenta) las cerchas eran todavía la solución más económica y sensata para cubrir luces medianas y grandes. Era impensable que las naves industriales o agrícolas no las tuvieran. Además, se podían hacer en diente de sierra para formar lucernarios, o darles diferentes formas que se adaptaran a la sección que se le quería dar a la nave.
Se consideraba que eran la mejor solución para salvar un vano utilizando la menor cantidad posible de material. En muchos sitios se las llamaba «vigas de aire», y a mí esa expresión me gusta, porque lo que más trabaja en ellas es «el aire». O sea, lo que no es acero o madera, sino lo que es su distancia, su separación, su canto. Es decir, lo que no cuesta dinero: el aire.
Pero muy pronto empezaron a hacerse un hueco los pórticos de vigas de sección uniforme (reforzada, todo lo más, en los empotramientos). Y, cada vez más, fueron dejando de «hacerse un hueco» para «llenar todo el hueco» y quitárselo a las cerchas. Una viga de sección uniforme debe dimensionarse para la zona más solicitada, y, por lo tanto, mantiene sin necesidad esa misma sección donde menos falta hace.
Gasta mucho más material que la cercha, pero ahora sale más barata, porque la mano de obra cuesta mucho más que el material, y la cercha utiliza menos material, sí, pero da mucho más trabajo. La cercha tiene menos kilos de acero que el pórtico, pero cada kilo cuesta mucho más dinero. Es lógico, pero a mí me da un no sé qué que esas estructuras tan ingeniosas y alambicadas, pero al mismo tiempo tan intuitivas, estén de capa caída. Si una viga de sección uniforme tiene que dimensionarse para su sección más solicitada, una de sección variable a base de refuerzos lleva un perfil base muy bajo, que se va suplementando.
La propia forma de la viga ya indica su diagrama de momentos. Pero es un engorro. Por una parte, los refuerzos de arriba estorban al colocar las correas o el material de cubrición, y, por otra, tanto reforzar acaba siendo una lata. Es mucho más práctico poner una viga uniforme. Se emplea un poco más de acero que el estrictamente necesario, y a correr. Es lógico y, sobre todo, cómodo, pero perdemos definitivamente ese concepto romántico y orgánico de la estructura, que ya no responde exactamente a las solicitaciones y pasa a resolverlas a lo bestia.
El cálculo de una estructura implica resolver los problemas con el menor material posible, pero ahora se ve que matar moscas a cañonazos es mucho más práctico. Un buen ejemplo es cuando se calcula un forjado con un ordenador sin coartarle; dejándole a su aire. El ordenador busca solucionar el problema con el menor material posible, y vemos que emplea barras de ocho diámetros diferentes y que no hay dos viguetas que tengan los mismos refuerzos de negativos. Conclusión: Un verdadero lío de montaje y de control en obra para ahorrar diez (o cien) kilos de acero.
Tenemos que decirle al programa que use sólo tres diámetros, que iguale todas las viguetas de una zona a la peor, y que no nos maree por cinco centímetros de más en una barra del diez. (Y no digamos si le dejamos que nos arme una losa. Le sale un batiburrillo complicadísimo -pero que representa fielmente los diagramas de esfuerzos-, hasta que le decimos que utilice un mallazo base y tire por la calle de en medio).
Todo esto es verdad, y yo lo he defendido siempre: Las obras son un follón y un desorden, y conviene simplificarlas lo más posible. Un ahorro de material es un error cuando comporta complicaciones, equivocaciones, incomodidades o retrasos en la obra. La conclusión es que el diseño de la estructura no responde a la forma ni a las cargas tanto como nos gustaría, por aquello de la obra arquitectónica integral, coherente… Pensamos en las conchas de los moluscos o en los cuernos de los mamíferos. Pensamos en los huesos, que se van formando de una manera maravillosa, depositándose el calcio molécula a molécula donde más falta hace, y nos gustaría que las estructuras de los edificios fueran un poco así (no en la forma, por Dios, sino en el método o en el concepto).
La conclusión es que en estos tiempos vale más ser un poco bestia, hacer el bruto y dejarse de finuras, y que incluso las estructuras que parecen más orgánicas tienen trampa y van a cascoporro. La eficacia es más apreciada que la elegancia. (Pero no hablamos de eficacia estrictamente estructural, sino de eficacia en la administración y en la organización de la obra). La fuerza es más apreciada que la maña y un elefante vale más que un ratón.
(Se decía que el judo servía para que una persona pequeña pudiera vencer a una grande, pero en cuanto se hizo deporte «oficial» y se hicieron registros se separó por pesos: Un tipo de cien kilos siempre gana a uno de cincuenta). Es lógico y comprensible, pero un poco decepcionante, que la forma no sea dirigida por la función ni por la solicitación, sino por la rapidez, por la simplificación y por el dinero. Por otra parte, la obligación de una estructura es solucionar, y no estorbar ni complicar; y en ese sentido, ya digo, me parece bien. Pero me queda una nostalgia romántica de cuando se calculaba a mano y se «olían» los normales, los cortantes y los flectores. Sí; también los torsores.
Me da la sensación de que la «estructura fina y elegante» está bastante fuera de lugar, y que lo práctico implica curarse en salud, pasarse tres pueblos y dejarse de tonterías y remilgos.
José Ramón Hernández Correa
Doctor Arquitecto y autor de Arquitectamos locos?
Toledo · julio 2013