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El país de los tímidos | Óscar Tenreiro Degwitz

El país de los tímidos Óscar Tenreiro Degwitz
El país de los tímidos | Óscar Tenreiro Degwitz

Ya desde tiempos cercanos a la muerte de Le Corbusier me había interesado mucho el proyecto de la iglesia de Firminy de Le Corbusier. Su sorprendente figura, la disposición de la audiencia, el acceso en ascensión hacia el altar, me sedujeron.

El proyecto estaba publicado en el último volumen de las Obras Completas, pero había sido documentado muy bien en una publicación hecha en 1964 por estudiantes de la Escuela de Diseño de la Universidad de Carolina del Norte, publicación que compré en una librería caraqueña, Cruz del Sur, en esa Sabana Grande que no era zona roja, siempre asesorada en esos tiempos por el fallecido colega Alfredo Roffé. Guardo esa publicación como un objeto especial. Es una pequeña caja de cartón negra en la que hay cuatro libritos, uno para cada proyecto: el de Arcosanti de Paolo Soleri (1919) en Arizona, EUA, el proyecto para la ciudad de Dacca, hoy capital de Bangladesh, de Louis I. Kahn (1901-1974), el de la Iglesia de Alvar Aalto (1898-1976) en Imatra, Finlandia, y el de Firminy, este último ilustrado con los muy hermosos planos del Anteproyecto, impresos como si fuese un poster plegable.

Este esfuerzo tan positivo y singular en el ámbito académico me animó a pensar que para la exposición sobre Firminy que planeábamos montar en nuestra Facultad, siguiendo las pautas de la que había sido promovida en los Estados Unidos por José R. Oubrerie y Eugène Claudius-Petit, podría ser posible que nuestros estudiantes de la Universidad Central ayudasen a producir el material necesario: los dibujos, la enorme maqueta en escala 1:20 y todo el material gráfico que incluiría los posters de la exhibición, la cual se hizo en efecto en Noviembre de 1983. Ese fue, por cierto, el nacimiento, nada fácil por cierto, del Taller Firminy, experiencia docente que habría de durar casi veinte años, hasta mi jubilación.

Todo avanzó muy bien gracias a la dedicación ejemplar de los estudiantes, que produjeron unos enormes dibujos (cortes, plantas, fachadas en Escala 1:20) y construyeron la maqueta que sería destruida por la desidia burocrática de nuestra Facultad unos cinco o seis años después. Y para la exposición vinieron1 a Caracas Oubrerie y Claudius-Petit, a quienes había conocido unos meses antes. Oubreríe había estado en Caracas, de paso para los Estados Unidos trayendo información adicional a la recogida por Ranier Sarache y Maria Elena Torrealba colegas recién graduados que nos ayudaban en el Taller y habían sido enviados por nosotros a Firminy.

Tanto Oubrerie como Claudius (quien le gustaba ser tratado así, usando el «alias» de su etapa de miembro importante de la Resistencia contra los Nazis) se alojaron en mi casa. A él alcancé a hacerle en la mañana del día siguiente a su llegada una entrevista que grabamos con una cámara con problemas técnicos que hicieron perder toda la información. Algo que hoy lamento tan fuertemente como lamenté en ese momento la total falta de colaboración y apoyo de parte de las autoridades de nuestra Facultad, que al igual que un muy alto porcentaje del profesorado, decidieron ignorar el evento.

Claudius era uno de esos personajes que lo hacen a uno admirar de modo irrestricto la «finesse» francesa que acompaña al hombre culto, profundamente enraizado en las tradiciones culturales de su país. Su formación era la de un artesano (ebanista), pero tenía una visión del mundo, del pensamiento, del arte, de la diversidad universal, que bien querrían para sí los más altos académicos. Su status de «héroe de la Resistencia», el que hubiera sido Ministro de la Reconstrucción, y el conocimiento que teníamos de su convivencia con Le Corbusier en el «Liberty Ship Vernon S. Hood» rumbo a Norteamérica, lo podía paralizar a uno un poco, si no fuese porque su bonhomía y serenidad invitaban a acercarse hasta querer confiarle alguna intimidad. Como hacía yo, por ejemplo, con mi desordenada admiración hacia su desaparecido amigo.

Estuvo unos cuatro días con sus noches en Caracas, muy poco tiempo pero el necesario para dejar en quienes lo conocimos una huella fuerte. Se maravillaba con la naturaleza tropical y lo que más recordaba después (volví a verlo en París en su apartamento de la Isla de San Luis, renovado con la participación de Le Corbusier, unos cuatro años después) era un pequeño tigre cunaguaro que le habían regalado a mi hijo Daniel y que teníamos en una jaula en mi casa antes de entregarlo al zoológico de El Pinar. En esa visita posterior, por cierto, le confié mi deseo de que me ayudara a entrar a las casa Jaoul, en Neully-París, lo cual lo llevó a llamar a Roger Aujame uno de los «anciens» del Taller de Le Corbusier, quien si no recuerdo mal dirigía la Fundación Le Corbusier y fue instrumental para que pudiéramos entrar e incluso tomar un café con una de las familias, uno de cuyos miembros era un ingeniero de suelos que había estado en Venezuela en viaje de trabajo en los años cincuenta.

Y voy a la mención admirativa de Claudius respecto a Cuando la Catedrales eran blancas agregando a lo que digo en la nota, que leerlo en este momento de mi vida me reafirma la enorme importancia que para un arquitecto tiene la posibilidad de comunicar sus puntos de vista, su visión de las cosas, por escrito. Eso no necesariamente mejorará su desempeño como arquitecto, pero sin la menor duda ensanchará su espacio cultural, haciéndolo madurar como intelectual en el sentido que le da Carlos Raúl Villanueva a la palabra y a la exigencia que nos plantea, asunto que he mencionado innumerables veces.

El giro que toman en este libro las observaciones de Le Corbusier, uniendo sus experiencias humanas con las expectativas que como arquitecto tiene en el sentido de modificación de la ciudad, de transformación del espacio urbano, aunque ya no veamos con toda la simpatía de hace unas décadas los modelos que propone, nos abren sin embargo una ventana respecto a la percepción de la realidad que nos rodea, muy novedosa, «sui-generis» podría decirse, pero imprescindible para completar la escena. Es la visión del arquitecto, insustituible porque está enriquecida por un modo de observar que escapa a las personas en general, por más agudas que sean. Nuestra mirada es específica, no hay duda, y legados como el de Le Corbusier nos ayudan a entenderlo.

Y culmino con varias citas del libro.

La que sigue nos recuerda que el arte puede ser en algunos casos una suerte de velo superpuesto a lo más esencial, y llegar en cierta manera a ocultarlo. Un punto de vista que da para mucho debate y que me parece intrínseco a la visión arquitectónica moderna, la que fue propia del Movimiento Moderno. La arquitectura del siglo XIX por ejemplo, se «vestía» con el arte, en cierto modo se disfrazaba, algo análogo a lo que ocurre hoy con una arquitectura que se agota como «gesto» artístico. Hela aquí:

«Sé que un día, cuando la magnífica máquina estaba ya constituida íntegramente, llegaron a Venecia los artistas. Pero entonces todo estaba resuelto, bien arraigado en el medio, hecho mediante la cooperación de todos. Aquellos artistas (Renacimiento) dan, desde entonces, la medida del »desarraigo«. Se sitúan encima de las cosas; no son la cosa.»

Comenta así la dispersión de las ciudades americanas:2

«¡Qué dispersión! ¿Para qué? ¿Qué frenesí rechaza a millones de seres, tan lejos unos de otros? ¿Por qué? Porque todos esos hombres persiguen un sueño quimérico: el de la libertad individual. Porque la atrocidad de las grandes ciudades es tal que un instinto de salvación empuja a cada cual a huir, a salvarse, a perseguir la quimera de la soledad.»

Esta pregunta apunta un tema de extrema importancia que se ha dejado de lado:

«La izquierda política ¿expresará la izquierda del pensamiento?»

Los venezolanos sabemos que eso no ocurre y que más bien, si se practica sistemáticamente la exclusión, como ocurre siempre en los totalitarismos o en los regímenes que aspiran a serlo, sucede lo contrario. Eso lo expresa claramente Le Corbusier (recordemos que escribe en 1935) y lo reafirma así, a propósito de la Unión Soviética:

[…]«Entonces dijeron: la arquitectura moderna es incapaz de superar lo utilitario; no puede expresar las altas aspiraciones de las masas. ¿Qué puede expresarlas bien? ¡Agárrense! ¡¡El arte clásico greco-latino!»

Y sigue:

«…Así como el rascacielos fue tenido por «capitalista» (ese objeto simple y racional de concentración urbana), así Picasso fue denunciado como un producto del espíritu burgués»

Concluyo:

«El dibujo ha matado a la arquitectura. Lo que se enseña en las escuelas es el dibujo…»

Y vuelve de nuevo a nuestro espíritu la convicción de que las preocupaciones3 de estos tempos del siglo XX, expresadas con lucidez y precisión a lo largo de este libro, superadas las obsesiones personales de un hombre que en fin de cuentas fue hijo de su tiempo y, como decía bien Nietzsche, tenía los defectos de éste, se sostienen como frescas referencias ante la necesidad actual de rectificación de rumbos. No puedo entonces sino recomendar la lectura de esta obra y penetrar hasta lo que de ella, que es mucho, estimula en nosotros el pensar.

Óscar Tenreiro Degwitz, arquitecto.
Venezuela, Noviembre 2012

Notas:

1 Cuando Claudius-Petit (1907-1989) nos visitó en 1983, participó en un Foro sobre Le Corbusier en la Facultad de Arquitectura, junto a José R. Oubrerie (colaborador en la Iglesia de Firminy), Tomás José Sanabria (1922-2008) y Leopoldo Martínez Olavarría (1919-1992), estando el papel de moderador a cargo de quien esto escribe. De lo dicho recuerdo dos comentarios de Claudius: uno acerca del modestísimo edificio del Club Náutico de Chandigarh, en el lago Sukhna, construido entre 1963 y 1965, al cual calificó de pequeño templo griego; y su insistente referencia elogiosa al libro Cuando la Catedrales eran blancas, del cual yo admitía sólo en privado que no había pasado de leer fragmentos.

Tenía que llenar esa laguna, y como nunca es tarde, es ahora cuando lo hago.

Y salta a la vista una diferencia esencial entre Precisiones el texto inspirado en Suramérica en 1929 y el tono general de las observaciones de Le Corbusier en este libro escrito con motivo de una visita de un mes a los Estados Unidos en 1935. Aquí priva la sensación de que el observador se enfrenta a una red muy tupida de usos, hábitos, formas de proceder, bien establecidos, producto de una mecánica precisa, que funciona con una eficiencia que compromete a todos los participantes, bien establecida y autónoma, ante la cual la mirada europea es una cuestión externa que se considera con respeto pero a la vez con distancia. Y el escenario de fondo es la admiración acompañada de muchas interrogantes acerca de la irrupción estadounidense en el mundo. Mientras que en el texto sudamericano, el contexto se despliega de modo más indefinido, depende del modo de conducirse de las personas y no tanto de los sistemas establecidos. Lo personal se impone a lo colectivo y la geografía con su correlato físico y humano pareciera el acompañamiento, el contrapunto constante en un espacio que quiere (y no puede todavía) ser favorable a las inquietudes de Le Corbusier.

2 En Estados Unidos por el contrario se encuentra con una sociedad orgullosa de sus logros y constreñida a su vez por modos conservadores, temerosos, obstáculos para cualquier entusiasmo excesivo o apasionado por el cambio. Contradicción que inspira a Le Corbusier un permanente debate entre la admiración y el rechazo, que mantiene sus reflexiones en una frontera que deja juicios en suspenso.

La composición del libro es desigual, en ocasiones repetitiva. Insiste demasiado en los puntos de vista que para Le Corbusier en esos años se habían convertido en banderas que era necesario agitar constantemente y que hoy, hélas, han perdido mucho de su lozanía hasta llegar a fastidiarnos o hacerlas redundantes. Entiende uno el precio que hubo de pagar este hombre siempre poseído del espíritu de quien persigue abrir puertas para la acción, para mantener vivo su dinamismo, su empuje. Si alguien se empeñase hoy en reeditar el libro evitando lo accesorio se vería obligado a recortar aquí y allá; y mucho en ciertos puntos, asunto que el autor nunca quiso hacer en las revisiones ante las sucesivas ediciones que la popularidad de los textos suscitó. Sí, era necesario mantener la pasión en desmedro de un mayor rigor literario: poesía y emoción por encima de todo, tal como fue en muchos sentidos su arquitectura.

Y la verdad es que uno prefiere hoy el libro así, desigual, repetitivo, escrito con «estilo desordenado» al decir del arquitecto argentino Alberto Prebisch (1899-1970) ya en 1931 en relación a Precisiones. Ese modo de decir, ese lenguaje tan particular que caracterizó siempre a Le Corbusier, como a borbotones, buscando palabras y giros del francés que se hace difícil traducir. Porque dentro de esa desigualdad destacan como potentes contrastes, frases, juicios, puntos de vista sobre el país visitado que siguen siendo actuales.

3 Las observaciones sobre el contraste entre la vida universitaria, limpia, neta, en cierto modo idílica, que transcurre entre campus y dorms protegidos, con una arquitectura que revive tiempos idos, de un gótico perfectamente reconstruido (la Academia Cranbrook cerca de Detroit por ejemplo), con estudiantes saludables que practican deporte cotidianamente, y la vida plena en lucha de contrarios, donde el dinero dicta conductas, lo mueve a numerosas y agudas observaciones. Así escribe comparando estos ambientes protegidos con monasterios para la evasión:

«Todo eso es un poco forzado, alejado de la vida. Efecto de la brutalidad de la vida norteamericana. Efusión, convento, monasterio: «Hijo mío, ruega por mi salvación ¡por mí que me veo obligado a librar la ruda batalla del dinero!»

Y esto, a propósito de la arquitectura del siglo 19 pero buena definición de la más reciente arquitectura de éxito:

«En esa arquitectura había buenas intenciones, pero también todas las formas bajo las cuales imperan maléficamente la vanidad, la imbecilidad, el derroche, la pereza y el dinero».

Y si el libro no descubre nuevos aspectos en el programa que defendió Le Corbusier en esa etapa de su vida, es sin embargo una imprescindible rúbrica para su mundo intelectual. Nos reafirma aspectos fundamentales de una ética, de una postura ante el qué hacer, oculta hoy por una maraña confusa. Replantea por ejemplo la cuestión de una universalidad basada en las particularidades, el encuentro con lo global desde lo específico, usando palabras actuales. Como cuando dice en la conclusión del libro, casi al pasar, lo que nosotros los de esta parte del mundo no debemos olvidar:

«El pino y la palmera dotan de poéticas distintas».

Hacer nuestra esa noción nos ayudará a transitar caminos más auténticos.

Y el subtítulo del libro, Viaje al país de los tímidos, anuncia la agudeza de ese pensador central del siglo veinte que fue Le Corbusier.

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Óscar Tenreiro Degwitz
Óscar Tenreiro Degwitzhttps://oscartenreiro.com/
Es un arquitecto venezolano, nacido en 1939, Premio Nacional de Arquitectura de su país en 2002-2003, profesor de Diseño Arquitectónico por más de treinta años en la Universidad Central de Venezuela, quien paralelamente con su ejercicio ha mantenido ya por años presencia en la prensa de su país en un esfuerzo de comunicación hacia la gente en general de los puntos de vista del arquitecto acerca de los más diversos temas, entre los cuales figuran los agudos problemas políticos de una sociedad como la venezolana. Tenreiro practica así lo que el llama el “pensamiento desde y hacia la arquitectura”, insistiendo en que lo hace como arquitecto en ejercicio, para escapar de los estereotipos y cautelas propios de la “crítica arquitectónica”. Respecto a la cual no oculta su desconfianza, que explica recurriendo al aforismo de Nietzsche sobre el crítico de arte “que ve el arte desde cerca sin llegar a tocarlo nunca”.
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