El estudio es un espacio que casi que tiene el ancho de mis brazos extendidos y en cambio -de longitud -es 4 veces el largo, desde que llevo la cuenta siempre lo he sentido como una celda monacal, es parte de la configuración de la casa, pero un corredor lo aísla imperceptiblemente, ah, y otra cosa, nadie puede llegar a la ventana sin que Yo me tenga que mover, así lo he hecho, se tiene lo necesario para estar allí.
Un día, entré muy temprano al estudio -para terminar de leer unas cosas y escribir- iba con la cafetera (ver la foto) en la mano izquierda y con la taza en la otra mano; me percaté rápidamente que no había espacio en la mesa para ubicarla, así que vi un pequeño espacio- no único- y con el borde mismo de la cafetera y aún caliente empuje el lomo de un libro abierto y le hice un lugar sobre la mesa, luego la destape y vertí el contenido en la taza; y entre el olor del café, el de la tinta impresa de los libros abiertos y los lápices recién tajados pude observar como todo ese escenario me perpetuaba en un silencio autónomo que me invadió absolutamente hasta que fueron necesarios dos respiros para beberme todo el café; aún conmovido por esa situación muy única, me quede sentado por un largo rato con el cuerpo hacia atrás, como si la mesa hubiera fabricado un aura que me impedía asomar las narices, y solo observaba, no pude mover nada de la mesa con la mirada.
Mirar todo lo que había sobre la mesa – como quien intenta hacer un inventario- se convirtió en un ejercicio que ahora hago cada mañana. Veo -después del café- cómo un pájaro que sobrevuela buscando su presa, algunas frases que fueron marcadas bajo el escrutinio de la lámpara de noche, algunas páginas que abiertas me acusan con sus líneas subrayadas y otras con un ligero peso para recordarme que el tiempo se detuvo allí, algunas anotaciones al margen grandilocuentes para que el día las recuerde y no las borre al cerrar el libro, ni al devolverlo al estante.
Cuando llega la noche, lo último que abandona mi día y completa ese laberinto de ideas futuras son los anteojos, que al descolgarse de mi nariz entre la luz y mi mano busca complicidad en una superficie plana, estable, y fija, se podría afirmar que intentan vigilar y cuidarse solos, pareciera que siguen mirando aun cuando ya no están delante de mis ojos.
Cada mañana, todo lo que habita sobre la mesa no me reconoce como su más prolijo artífice, me revela siempre que no ha sido planeada, se desdice de todo atisbo rutinario, solo me señala que hay una memoria de lo que ha sido mi paso por el día anterior.
Para la mesa ya es mañana, porque la noche la ha dejado con la palabra en la boca.
José del Carmen Palacios Aguilar, M.Arch. ETSAB
Lima, 2021