Y me quedé pasmado. Lo primero que se me ocurrió fue:
«Arquitectos, arquitectos, ¡qué listos nos creemos, y naufragamos ante un grifo!»
«Toma ya».
«A ver si aprendemos».
Y pensé en la eterna polémica entre nosotros y los ingenieros.
Los arquitectos solemos dejar los problemas a medio resolver, casi siempre porque los planteamos mal, mientras que estos avionacos son perfectos. En su diseño no hay un solo error.
Nuestro problema es que los arquitectos podemos diseñar hoy una plaza de toros, sin haber hecho antes ninguna y sin tener ni idea de qué necesita, y cuando ya empezamos a conocer el tema nos toca hacer un cine. Y así no se puede. Siempre estamos debutando.
En este mundo superespecializado el arquitecto sigue siendo un «humanista»; es decir, un aprendiz de todo y un maestro de nada, y no puede competir con ningún experto. Mientras que un ingeniero lleva toda su vida estudiando e intentando perfeccionar los flaps ante las entradas en pérdida, un arquitecto se plantearía qué es un avión, cómo puede volar, qué sentido tiene el vuelo, etc, y todo lo más hará un disparatado dibujo a lo Leonardo da Vinci (uno de los mayores artistas de la historia, y probablemente el peor inventor), y diría alborozado:
«¡Mira, se me acaba de ocurrir! Es un helicoide para trepar por el aire. ¿Lo quieres probar?»
«¿Quién, yooooo? Ni harto de vino. Ni loco de la cabeza».
Sí, amigos, así somos los arquitectos. Siempre queriendo inventar la pólvora sin saber ni cómo es exactamente una explosión.
Claro, que también estoy harto de ver proyectos de naves industriales por ingenieros. (Hacen tres rayitas paralelas inclinadas en cada ventana porque, según ellos, eso representa el vidrio. Y cosas así. A veces uno diría que les da igual ocho que ochenta).
Estoy generalizando. Lo sé. Y voy a estropearlo aún más con una comparación.
Ya conté el otro día que la película Prometheus me decepcionó porque abarca mucho y no resuelve nada, y más aún cuando es inevitable ponerla frente a la magnífica Alien.
A mi juicio, Alien propone un problema muy simple. Lo adorna con sugerencias muy complejas, pero ni siquiera las aborda. Las deja de fondo, como mera ambientación. Lo que de verdad aborda es la angustia de unas personas que se sienten en inferioridad, y que están encerradas con un monstruo asesino prácticamente indestructible e invencible. Es solo ese asunto. Nada más. Y la película lo desarrolla hasta sus últimas consecuencias.
Comparemos esta película con los ingenieros. Temas muy concretos, planteamientos muy nítidos, soluciones directas e incluso extremas. (Simplifico, ya sé que simplifico).
Por otra parte tenemos la pretenciosa Prometheus. Esta curiosa película está llena de contradicciones, como probablemente lo estaba Alien en sus principios metafísicos e incluso biológicos. Pero en Alien esos problemas se soslayaban, mientras que en Prometheus se traen al primer plano y se soban y manosean hasta el ridículo.
(Atención: Voy a meter un spoiler. Qué poco me gusta esa expresión. Antes se decía «destripar una película», que me gusta mucho más. Si no la habéis visto y pensáis hacerlo, saltaos el texto).
Unos seres que originan la vida en la tierra. Sustancias biológicas, mutaciones genéticas, ADN, ¿Dios?, el origen del ser humano, un millonario viejísimo, la eterna juventud, la muerte, ¿qué hay más allá?, el sentido de la vida, el amor, las relaciones padre-hija (¿o hijo? Una mujer que tiene una cápsula quirúrgica para su uso exclusivo y esa cápsula solo admite hombres). Puff. Me pierdo. Y, lo que es peor, me aburro.
(A veces me río, como cuando un biólogo, por otra parte supercobardón, que huye de cualquier manifestación de vida, por remota que sea, ve una especie de serpiente muy preocupante y la acaricia con un cuchicuchi. Y su compañero geólogo, que tiene unas sondas que hacen en el acto un mapa 3D del lugar, se pierde).
Bueno. No la destripo más. Tampoco merece la pena.
Sí merece la pena decir que los arquitectos somos un poco Prometheus. Siempre queremos llegar a la esencia del misterio. Tenemos el gusto romántico de que para hacer una casa hay que conocer a la familia que la va a habitar, y que también hay que conocer el lugar, fundirse con él y aspirar las esencias de qué sé yo. Un ingeniero diría:
«¿Una casa? Pues una casa. Ya está».
Y le dibujaría tres rayitas en cada vidrio.
Los arquitectos no resolvemos los problemas porque no los sabemos plantear, y no los sabemos plantear porque no son planteables. No es planteable un problema cuyas meras solicitaciones técnicas se contaminan de metafísica. No es planteable que con cada nuevo edificio busquemos la felicidad, la belleza, el placer, la funcionalidad, la economía, la solidez, la luz, la alegría y el arroz con bogavante. No.
A veces sí que sale. A veces hay un milagro. Pero no se puede plantear una profesión como una infalible sucesión de milagros. Eso no es serio. Eso es como pretender que Prometheus saliera interesante e incluso emocionante. No se puede.
José Ramón Hernández Correa
Doctor Arquitecto y autor de Arquitectamos locos?
Toledo · septiembre 2012