Supongo que todos conocéis la terrible novela Fahrenheit 451 de Ray Bradbury y la película homónima de François Truffaut. En una sociedad sometida a unos gobernantes dictatoriales o, aun peor, absurdos, kafkianos e imbéciles, están prohibidos los libros. El pueblo es más dócil y está más idiotizado si no lee, así que se prohíbe leer y se queman todos los libros existentes. (Al parecer, Fahrenheit 451 es la temperatura a la que se quema el papel).
Un grupo de ciudadanos resistentes se juega la libertad y la vida aprendiéndose cada uno un libro de memoria. Durante el proceso de aprendizaje es muy peligrosa la tenencia del libro, que tras ser aprendido se destruye. Después, en corrillos, en pequeños grupos de iniciados, cada uno recita el libro que se sabe, jugándose de nuevo la libertad y la vida.
Así se forma un núcleo de apóstoles de la cultura y de la libertad, que van pasándose ese sagrado conocimiento unos a otros, extendiendo el círculo de memoriosos y atravesando las generaciones hasta que algún día alguien recapacite y acabe con la prohibición, y los poseedores de esos conocimientos dicten de nuevo a los impresores las obras maestras que atesoran. Y si ese día no llega nunca, se las seguirán contando unos a otros para siempre.
No sé a qué temperatura (ni Celsius ni Fahrenheit) se carboniza el hormigón. Bueno, en este caso (La Pagoda, de Miguel Fisac) no ardió, y sí podríamos calcular qué resistencia presentó a la piqueta y con qué fuerza fue derribada.
La conocida popularmente como «La Pagoda» era la torre de los Laboratorios Jorba, que Fisac proyectó en el año 1965, y que es una de las obras maestras de la arquitectura contemporánea española.
Pero esta obra cumbre sufrió dos circunstancias adversas: La primera es que los terrenos en que fue edificada, que en su momento estaban fuera de Madrid y no tenían mucho valor, fueron integrándose en la progresiva expansión de la ciudad y subieron enormemente de precio, y prometían unos pingües beneficios si se petaban de muriendas. La segunda es que el Ayuntamiento de Madrid, que cataloga cualquier cosa que tenga más de cien años (una reja de balcón, un roñoso paño de ladrillo, una ménsula de piedra), tenga o no tenga valor alguno, aunque ya hubiera sido una castaña desde el lejano día en que vio la luz y haya estado ofendiendo a los ciudadanos durante siglos, no cayó en catalogar esta obra maestra, y no pudo (ni quiso) hacer nada aunque miles de arquitectos de todo el mundo clamamos contra semejante barbaridad.
Los fotógrafos de prensa sacaban fotos, y los operarios de las máquinas le daban golpes. Cada uno cumplía su misión y la pagoda desaparecía. (Conste como broma macabra que en esas fechas en el Ayuntamiento de Madrid gobernaban unos que se llamaban a sí mismos «conservadores»).
«‘La Pagoda’ de Fisac ya no existe», dice el recorte de prensa, y la foto lo demuestra. ¡Hala! ¡Misión cumplida!
De la pagoda ya no queda nada. Bueno; sí. Queda la memoria. Quedan las fotos, quedan los libros, los recuerdos, los planos… y queda una heroica iniciativa que aplaudo sin reservas.
Los arquitectos responsables del proyecto cortaypega han afrontado una misión deliciosa: Diseñar y poner a nuestro alcance recortables de papel que reproducen obras maestras de la arquitectura contemporánea española. Y para su debut elegieron precisamente la pagoda. En este caso el ejercicio no es sólo delicioso, como acabo de decir, sino emocionante.
Este recortable se convierte así no sólo en un pasatiempo, sino en un manifiesto, en una queja, en un grito de resistencia. Es evidente que eso de que de la pagoda no queda nada es mentira. Sí que queda. Queda su recuerdo y queda el gesto de lucha, y de amor por la arquitectura.
Y queda que quienes la veíamos casi distraídamente cuando salíamos de Madrid por la carretera de Barcelona la estudiemos ahora con atención (con la atención que entonces no prestamos suficientemente) mientras la construimos, y, al recortar y doblar minuciosamente la cartulina en la que viene impresa, seamos amantes entregados a la arquitectura moderna, y discípulos agradecidos de estos grandes maestros.
Los chicos de cortaypega, como los resistentes de Fahrenheit 451, nos reúnen en círculo y, con la misma unción y el mismo amor que emplearían para decir:
«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo»,
nos muestran sus hojas y nos dicen: recorta por aquí, dobla esta arista, pega este borde, y hacen que de nuevo, milagrosamente, el muerto resucite y la pagoda vuelva a mostrarse ante nosotros.
José Ramón Hernández Correa · Doctor Arquitecto
Toledo · enero 2015
Qué edificio más cuqui.