«En tres tiempos se divide la vida: en presente, pasado y futuro. De éstos, el presente es brevísimo, el futuro dudoso, el pasado cierto; pero éste, que ningún imperio puede volver atrás y en el que perdió ya su derecho la fortuna, es el que no gozan los ocupados, por faltarles tiempo para poner los ojos en lo pasado».
Séneca: De la brevedad de la vida
Así como el filósofo divide a la vida en tres grandes momentos, si consideramos al patrimonio como algo vivo, podemos aplicarle esa triple definición, ampliando y enriqueciendo un concepto ya complejo desde su origen.
Inicialmente vinculado a la herencia recibida, patri-monium —literalmente de nuestros padres—, enseguida adquiere su condición vital al transformarse en bienes que se deben administrar desde el presente para garantizar su pervivencia. Si, además, se trata de bienes colectivos, su gestión y preservación se vuelve más difícil, desencadenando nuevos retos y problemas y entremezclándose los derechos y los deberes compartidos.
Ese patrimonio común posee, en cada uno de los tres momentos indicados por Séneca, una problemática diferenciada y complementaria: El pasado supone el problema de la conservación, de saber recibir y valorar adecuadamente aquello que nos han legado las generaciones precedentes, seleccionándolo y estudiándolo en detalle. El presente implica el problema del mantenimiento, del uso y disfrute, de la acción inmediata y también de la inanición. El futuro trae consigo el problema de decidir nuestro propio legado y, en el patrimonio construido, también aquello que, como arquitectos, nos toca más próximo: el problema del proyecto, de prefigurar en lo posible su existencia venidera. En su Alegoría del Patrimonio, Françoise Choay advertía que este concepto no se debería entender como una riqueza fósil, si no como una herencia activa frente a la mercantilización y a la «museificación» —al anclaje en el pasado—, tan extendidas en nuestro entorno.
Marco Polo, en su recorrido por Las Ciudades Invisibles sabiamente imaginado por Calvino en el libro homónimo, hace un alto en Maurilia, a la que recuerda de la siguiente manera:
«Para no decepcionar a los habitantes hace falta que el viajero elogie la ciudad de las postales y la prefiera a la presente, aunque cuidándose de contener dentro de límites precisos su pesadumbre ante los cambios: reconociendo que la magnificencia y prosperidad de Maurilia convertida en metrópoli, comparada con la vieja Maurilia provinciana, no compensan cierta gracia perdida, que sin embargo se puede disfrutar ahora sólo en las viejas postales, mientras que antes, con la Maurilia provinciana delante de los ojos, de gracioso no se veía realmente nada, y mucho menos se vería hoy si Maurilia hubiese permanecido igual, y que de todos modos la metrópoli tiene este atractivo más: que a través de lo que ha llegado a ser se puede evocar con nostalgia lo que fue».
Lo que fue. El patrimonio ha servido para construir la historia, para construir el pasado. En la actualidad, como afirma Horacio Capel,
«además de esa función de construir una visión del pasado, el patrimonio sirve también para construir el futuro».
La enorme extensión que alcanza hoy esta herencia, con un legado ubicuo y polisémico, dónde están presentes la cultura material pero también la inmaterial —saberes, tradiciones, celebraciones….—, pone de manifiesto las dificultades de la tarea colectiva a la que nos enfrentamos. Como en el relato de Calvino, «ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, que nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí», y nuestro patrimonio es algo cada vez más vivo, poliédrico e invisible.
Antonio S. Río Vázquez . Doctor arquitecto
A Coruña. mayo 2015