Edinburgh, la capital de Scotland, es una ciudad muy bella, aunque triste y melancólica, en invierno casi fantasmal. La arquitectura es casi toda clásica -neoclásica-, aunque no falta la ecléctica ni la neogótica, compitiendo en la formación del carácter de la ciudad. Es de complicada topografía, con un gran monte en el medio con el Castillo encima, y con algunas calles que pasan por encima de las otras, mediante puentes de 12 o 15 metros de altura. Los edificios son grises y ennegrecidos por la lluvia.
A pesar de la complicación topográfica, es una ciudad mucho más ordenada que London, y también mucho más pequeña, solo tiene medio millón de habitantes. Está al lado del mar, pero la ciudad no se abre a él, pues siempre ha sido un puerto industrial. Al ensanche que se hizo en el siglo XVIII le llaman la New Town, y es una ciudad tirada a cordel y compuesta de casas georgianas, muy atractiva. Aquí todo es orden, casas y ciudad, no como en London, donde las casas son ordenadas y la ciudad no, a no ser que constituyan una square.
Fui a dar dos conferencias y a formar parte de un «jury» para comentar una entrega parcial de proyectos. Todo ello en la Edinburgh School of Architecture and Lanscape Architectural, donde estaba de profesora una arquitecta que hizo conmigo la tesis (esto, un poco eternamente), casada con un ingeniero griego, que también da clase allí. Llevan fuera de sus países de origen muchos años.
Como desconfío de mi soltura en inglés, las conferencias las leí. Me salió bien. Tampoco me salió mal el coloquio con los estudiantes y sus proyectos, aunque a algunos los entendía bien y a otros no.
Fuimos a ver el Parlamento de Escocia con Brian Stewart, un ingeniero de construcción, cuyo equipo dirigió allí la obra, e incluso desarrolló el proyecto en buena medida, pues cuando se empezó todo Enric Miralles había fallecido. Me impresionó el edificio, de forma muy complicada, pero brillante y original. Felicité a Stewart, pues la construcción está muy bien ejecutada, lo que es bien meritorio por su complejidad. El edificio, desde luego, no tiene nada que ver con la ciudad en términos de arquitectura. Dicen que la gente critica el excesivo gasto, pero que cuando van a ver el edificio por dentro se quedan impresionados y piensan que valió la pena.
Que fuera un arquitecto catalán el que hiciera el Parlamento, a los escoceses no les parece mal, pues se sienten hermanados con el asunto de la autonomía, la independencia, y todo eso. Es, en realidad un disparate, pues no hay historias más distintas que las del Reino Unido y Escocia y las de España y Cataluña. De hecho, el nombre de España equivale al del Reino Unido, pues se llamó España sólo cuando era la Península Ibérica excepto Portugal, es decir unos reinos unidos. Sin Cataluña, no sería España, sino Castilla más Aragón más Valencia, como el Reino Unido sin Escocia no es el Reino Unido, sino Inglaterra más Gales más Irlanda del Norte. Y no hay cosas más distintas que Escocia y Cataluña o Edimburgo y Barcelona. Pero ya se sabe que estas cosas están ahora muy en boga.
Lo más divertido para mí es oír la gaita, que me remite directamente a Asturias, lo que también hace la lluvia y algo del paisaje. No obstante, la gaita escocesa, siendo como instrumento más complicada que la asturiana, se usa para producir una música muy monótona y siempre igual. En Asturias no es así, y aunque puede serlo alguna vez como acompañamiento de bailes, se toca casi siempre una música compleja y normal.
Lo pasé bien en Edimburgo. Había conocido la ciudad treinta y tantos años antes. Todavía recordaba algo. Quizá vuelva a dar otra conferencia, esta vez sobre arquitectura española del siglo XX, y más pública. También la tengo escrita en inglés y también la leeré.