
En el octavo círculo del infierno de Dante, en las fosas de Malebolge, residen los fraudulentos. Allí, en la décima bolgia, se castiga a quienes en vida falsificaron metales, dinero o palabras, y junto a alquimistas, falsificadores e imitadores, tienen un hueco aquellos que en vida osaron confundir deliberadamente los pilares con las columnas, desoyendo las voces que les advertían de las sustantivas diferencias entre ambos elementos. Como señala Dante, “en el Infierno se encuentran quienes justificaron sus pecados y no se arrepintieron”,1 y así, aquellos que desfiguran la realidad encuentran castigo a tal afrenta.

No podemos quitar gravedad a esta confusión premeditada entre pilares y columnas. Si uno empieza por permitirse una pequeña sinonimia sin aparente trascendencia, pronto no le da importancia a proyectar una columnata fingida en Les Espaces d’Abraxas y a abrazar el posmodernismo, y se acaba por la inobservancia del día del Señor y por faltar a la buena educación.2

En arquitectura, pocos elementos puede haber tan dispares como las columnas y los pilares. Los primeros representan la voluntad de epatar, el anhelo febril de evidenciar una belleza recargada e impostada; serían una masterclass de maquillaje en un local de polígono industrial. En cambio, los pilares se limitan a cumplir con su función sustentante en silencio, sin entorpecer con murmullos la tesis de la arquitectura.

De hecho, presentan genealogías bien diferenciadas. Las columnas descienden directamente del afán ornamental de la Grecia clásica, y apenas han evolucionado desde entonces; las hojas de acanto han venido decorando capiteles de columnas con un exceso tal, que nos hace lamentar que se trate de hojas perennes. En cambio, los pilares tienen su origen en los contrafuertes y arbotantes, aquellos elementos de las catedrales góticas en los que nadie repara, y que nunca han servido como escenario de las fotografías perezosas de los turistas. Los pilares son, así, arquitectura discontinua, con la noble misión de trasladar las cargas hasta el subsuelo. Y aunque es gracias a ellos que la arquitectura puede elevarse, nadie les presta atención, como al utillero en el vestuario.

De este modo, los pilares son los puntos suspensivos de la arquitectura, ese signo discontinuo y apenas visible, pero que carga con el peso de toda la frase y que, a veces, construye discursos enteros.

Y, a pesar de todo, sería injusto condenar a quienes confunden los pilares con las columnas, porque incluso entre los mismos arquitectos parecemos empeñados en sostener dicho enredo. El propio Adolf Loos, que advertía contra los riesgos estéticos del ornamento3 gratuito, acabó proyectando en 1922 una columna para alojar al Chicago Tribune ―¡qué mejor ejemplo de polisemia que convertir la sede de un periódico en una columna!―, y no contento con eso, amenazaba:
“La gran columna dórica será construida, si no en Chicago en cualquier otra ciudad, si no para el Chicago Tribune para alguien más, si no por mí por cualquier otro arquitecto”.4
Y como las maldiciones sólo se enuncian para ser cumplidas y poder jactarse de ello ante la posteridad, Robert M. Stern presentó en 1980 un dibujo para la exposición “Late Entries”, donde revisitaba el Concurso para la torre del Chicago Tribune, tomando como referencia el proyecto de Loos, pero uniendo su concepto con un prisma miesiano y con un pretendido encuentro entre tradición y tecnología. El resultado no es columna ni pilar, sino mera pilastra.

Este juego de confusión ha sido repetido posteriormente por Kengo Kuma en Doric Building y M2 Building (ambos en 1991), o por Michael Graves en la biblioteca pública de Denver (1995), en los estertores del posmodernismo. Y más recientemente por Andrew Kovacs para Social Condensers (2014), por citar sólo tres casos.
Parece, pues, que esa advertida confusión tiene una sólida base entre los propios arquitectos, y podemos señalar ejemplos también en España. Así, las Torres de Colón (1967), de Antonio Lamela se recrean en esa mezcolanza entre pilares y columnas habitadas, siendo especialmente visible durante su construcción, con unos capiteles descendentes y desbocados. O el caso de Torres Blancas (1961), de Oíza, que no es sino la deconstrucción brutalista de una columna dórica.

En cualquier caso, constatada esta afición por el equívoco entre pilar y columna, sólo queda alertar contra los peligros de no deslindar las notables diferencias entre ambos elementos de la arquitectura: la columna no es más que un pilar con filigranas, mientras que el pilar es arquitectura intermitente. Y por ello, un pilar no se mide en función de su superficie o volumen, o desglosando sus componentes en precios descompuestos, como se haría con cualquier otro epígrafe del presupuesto. Un pilar se mide por sustracción, y su medida surge de descontar los fragmentos sobrantes de un muro de carga y todo lo prescindible de una columna.

Notas:
1 Dante, Alighieri. La divina comedia. Ed. Austral. Barcelona, 2010.
2 “Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse”. De Quincey, Thomas. Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Ed. Alianza Editorial. Madrid, 2013.
3 Loos, Adolf. Ornamento y delito. Ed. Gustavo Gili. Barcelona, 1980.
4 “The great doric column will be built if not in Chicago in some other city, if not for the Chicago Tribune for someone else, if not by me, by some other architects”. Sartogo, Piero. Hai Capito? Casabella, nº379, giuglio 1973. p.5.