El mes pasado, el compañero Joan Carles Sánchez, como consecuencia de unos comentarios que hicimos en twitter sobre la humildad y la sencillez de trato de los grandes maestros, me sugirió que le dedicara una entrada de este blog a Alejandro de la Sota; no tanto para exponer un discurso académico como para contar mis vivencias personales con el genio.
Pues bien: No tuve vivencias personales con él. No lo conocí.
Alejandro de la Sota fue profesor de la Escuela de Madrid durante un breve período, que terminó en 1971 (si no estoy mal informado), y yo empecé la carrera en septiembre de 1977.
Es cierto que fue más de una vez a la escuela, llamado por algún profesor amigo, a dar alguna charla, pero la mayoría de estudiantes éramos tan bobos que no veíamos más allá de nuestras narices. Estábamos tan agobiados con nuestras asignaturas que si una figura de esas no iba a tu clase, llamado por tu profesor, para que tú hicieras algún ejercicio sobre lo que contara, no te afectaba. No era cosa tuya y no tenía nada que ver contigo.
Por ejemplo, una tarde Miguel Fisac vino a mi clase de Análisis II, y le escuchamos unos veinte alumnos. Nada más. Tuve la suerte de que me tocó, y nunca olvidaré lo que nos contó (ya lo he escrito en parte en este blog, y lo seguiré contando porque soy muy repetitivo). Pero los de la clase de al lado (y de todas las demás) se lo perdieron, como me lo habría perdido yo si él hubiera ido a hablar a la clase de al lado (o a cualquier otra).
A otra clase, la de un amigo mío, vino Pablo Palazuelo, que les contó que había empezado a estudiar arquitectura, pero que lo dejó. Lo dijo tímidamente; sólo le faltó añadir:
«Yo no soy tan inteligente como ustedes».
Y les habló de cuestiones que él tenía muy presentes en su pintura, y cómo entendía la escultura. Y, por lo visto, con esa seriedad que tenía y esa mirada tan acerada, fue muy amable y muy cariñoso con todos ellos. Los alumnos de esa clase tenían que hacer un trabajo sobre las esculturas de Palazuelo que se estaban exponiendo entonces en Madrid. Como yo no era de ese grupo y no tenía que hacer ese trabajo, pues no fui a la charla. Me la ahorré. (Dios, qué listo era).
Muchos años después (también lo he contado ya), en el curso en que fui profesor, José Antonio Corrales tuvo la amabilidad y la generosidad de venir a clase para explicar el Pabellón de Bruselas. Le escucharon mis alumnos, y no todos. Tampoco hubo una afluencia masiva de otras clases. (Creo recordar que vino un alumno que no era del grupo. Lo mismo fueron dos).
El compañero de Corrales y coautor del citado pabellón, Molezún, fue también profesor de la escuela de Madrid, y tampoco asistí a ninguna de sus clases (aunque afortunadamente sí le escuché en el Johnny). Ahí no tengo excusa: Fue profesor en los años en los que yo estudiaba allí. Él iba por la mañana, yo por la tarde… Excusas imperdonables.
Repito: Estábamos demasiado agobiados con nuestras clases como para ir a otras, sobre todo en los primeros cursos. Ahora lo recuerdo con rabia: Tantas ocasiones perdidas; tantos hombres de talento pasando a mi lado, y yo sin darme cuenta.
En parte, no me daba cuenta porque ellos no parecían personajes importantes. No iban por la vida como «personajes». Yo apenas sabía nada de arquitectura, pero cuando oía hablar de alguna obra maestra (el Gimnasio Maravillas, Bankunión, la iglesia de los dominicos…) me decía:
«Ah, ¿pero esta obra es de ese señor que vi hace unos meses en el pasillo?» No lo parecía. No iba de «genio». Parecía tan «normal»…
A este respecto, Fullaondo nos contó una anécdota del profesor Molezún, para hacernos ver la paciencia infinita y la humildad de aquel gigante:
Estaba corrigiéndole unos croquis a un alumno, sugiriéndole que cambiara alguna cosa (imaginaos a uno de los mejores arquitectos de Europa analizándoos un croquis y sugiriéndoos algún cambio), y el alumno porfiaba y porfiaba, discutía y discutía, se negaba y se negaba.
(Comentario: Una teoría muy extendida en la escuela era que no se debía asentir con mansedumbre a cualquier indicación que te hiciera el profesor. Había que mostrar carácter, defender las propias ideas y no dar el brazo a torcer. Con esta técnica, unida a un cansinismo inagotable, muchos alumnos conseguían agotar a su profesor. A veces funcionaba).
El caso es que Molezún le indicaba que la entrada podría ser más amplia, o estar algo más protegida si la planta hiciera un ligero quiebro, o que el espacio a doble altura del vestíbulo era demasiado angosto y si se ensanchara un poco podría recibir más luz… o lo que fuera. Y el alumno, muy en plan artista, que no y que no, que si «yo, lo que pretendo…», que si «yo quiero enfatizar…», que si yo, yo, yo, me imagino con qué nivel y con qué maestría ante aquel aficionadillo de profesor.
Molezún tomaba el lápiz, le dibujaba variantes (seguramente mucho peores), le indicaba ejemplos señeros… y el alumno que no y que no y que no.
Al final el profesor dejó el portaminas sobre la mesa, miró al alumno y le dijo:
«Bueno; de acuerdo. Si usted lo ve así…»
Con una actitud de humildad, de «quién soy yo para indicarle nada, si el proyecto es suyo».
Años después me di cuenta de que me había rozado (incluso físicamente) con toda esa pléyade de grandes talentos (y más que no he mencionado), a los que había despreciado sistemáticamente porque tenía que estudiar álgebra o hacer una práctica de instalaciones, porque los árboles no me dejaban ver el bosque y porque mi miserable punto de vista estaba a la altura del pasto que tenía que rumiar.
José Ramón Hernández Correa
Doctor Arquitecto y autor de Arquitectamos locos?
Toledo · agosto 2013